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Mostrando entradas de febrero, 2010

Cada vez que llueve muere alguien

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Cada vez que muere alguien, llueve. Llueve copiosamente, se raja la membrana del cielo y llueve como si cayera una catarata de lágrimas sobre la faz de la tierra para humedecer el alma, hacerla tartamudear con sollozos agudos que salen de esa jaula hermética al compás del viento de una música. La música captura los sentidos hasta hundirnos en las palabras, inundarnos en sus fangos, encarcelarnos en sus laberintos, mecernos en sus remolinos existencialistas sin salidas a superficies inamovibles. Soy niño y miro detrás de un vidrio empañado del cuarto millones de gotas empapando el mundo: se rebalsa el asfalto, se tuercen paraguas, se marchitan las flores, se esconden los pájaros, se cierran los postigos y sólo canta la lluvia con su voz omnipotente. Interminablemente protagónica. Infinitamente emperadora de una tarde que quiere prestarse a ser gris para siempre. Allí los teléfonos se vuelven mudos. Apagan su sonoridad estruendosa para enfrascarnos en una pieza con candados bajo una luz