El día que River se fue a la B

26-J

En el camino hasta el colectivo intento
convencerme de que los dramas son otras cosas y que lo que siento no va a
cambiar porque la pasión no entiende de categorías. Fracaso de manera rotunda.
Estoy un poco paranoico y percibo que los demás, los que salieron ilesos de la
tragedia, me miran con pena. Sospecho que muchos se burlan de mí y del escudo
que llevo en mi campera en silencio. Algunos, los más moderados, bajan la vista
para evitar el contacto conmigo. Condescendencia, que le dicen.
Mi cara debe ser un cortejo fúnebre. El
último ángel se me fugó con el gol de Belgrano (el penal convertido sólo
hubiera retrasado el duelo).
Antes tuve mis minutos de gloria, que
siempre son cuando la pelota todavía está quieta. A mi hijo le pediré –
suplicaré- que por favor disfrute de la salida de su equipo a la cancha. Son
los instantes más nobles que puede ofrecer el oficio de hincha. Uno deja todo
en ese aliento inicial porque todavía la fe y la esperanza no tuvieron tiempo
de ser profanadas por un pésimo árbitro, un rival superior o la torpeza de los
propios.
¿El gol? Eso se lo dejo a los
exitistas.
En casa, abro la botella del vino más
caro que tengo pero sabe amargo. Soy una persona amputada y no tengo a ningún
Dios a mano para culpar. Sólo me acompaña mi mujer que me mira con su amor en
mute para no hostigarme más (siempre heroica, siempre sabia).
Apuro el vino y también el zapping. El
descenso de River se transmite en cadena nacional y eso me ayuda poco. Me
entretengo haciendo una lista de los periodistas que mataría. Llego a la conclusión
de que a varios lo asesinaría dos veces.
Me preocupa que esto dure para siempre.
No sé si alguna vez recuperare las ganas de coger, leer un libro, ir a
trabajar, comer sorrentinos o bañarme.
En plena depresión me acuerdo que River
volverá a jugar en agosto. No sé con quién ni dónde pero voy a estar. Miro
el calendario y me doy cuenta que no falta mucho.
Ya me siento un poco mejor.
Por Gastón Rodríguez
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