Chicago

(...) Una gran ciudad, una ciudad fuerte, con rostros curtidos como el cuero de vaca y el pavimento. Era también una ciudad donde los rostros mostraban la animalidad propia de oídos sordos que no escuchan los lamentos de los condenados, de narices atestadas que no huelen la pestilencia de los finales tristes, de bocas —grandes o pequeñas— prestas a probar las salsas de la recompensa de tanta masacre, y de sencillos ojos de cerdo capaces de mirar cara a cara la pestilente realidad. En cualquier otra ciudad habrían encontrado la manera de silenciar a las bestias utilizando métodos nuevos, despedazándolas con máquinas, anestesiándolas con música relajante, y utilizando acero inoxidable para el suelo, y planchas de aluminio en vez de los ajados rieles; y a los animales les darían una buena dosis de vitamina antes del último viaje. Pero en Chicago lo hacían sin anestesia, sacrificaban a los animales sin piedad, y por eso Chicago era la última gran ciudad americana, y por eso la gente tenía una cara tan grande, carnal como la sangre, golosa, veraz, demasiado impaciente para resultar hipócrita, enamorada del robo honesto. Los rostros eran grandes y humanos, y sus compadres celestiales eran los cerdos sacrificados, a los que no olvidaban.
Si los gritos y aullidos que emitieron al morir eran síntoma de su fortaleza, por lo menos tenían redaños para olerlos hasta el final. No rociaban la ciudad con perfumes tipo Odorno, o Pinex, o No-Scent, se bebían las cervezas y daban palos de ciego y concedían a América su último drama verdadero. Sólo una gran ciudad es capaz de ofrecer un espectáculo real, última salvación del alma esquizofrénica. Puede que haya bestias por las calles de Chicago, puede que su alcalde sea un gigante poderoso que se ha convertido en un animal —un tipo con el mismo rostro que Chicago—, pero es una ciudad honesta, sin ninguna gana de incubar psicóticos en pasillos con aire acondicionado y puertas de cristal.
Norman Mailer
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