Vitamina K

El amargo dulce, parcero. El viaje que tiene el ying y yang en la lengua. El amargor fuerte que es el costado rancio de las cosas, lo que gede, el tufo de la humedad y los huesos que duelen al moverse. Esas leyes de gravedad qué hay que sortear ¿Cómo? preguntan los pesimistas, o los que sucumben, pero también es cierto que de interferencias estamos hechos. De ruidos y molestias. Nadie tiene ningún amortiguador perfecto. La gravitación se siente, el tambaleo, la angustia y la caída. El plomazo de las cosas. O el peso que hay que soportar, y siempre vuelvo a Kundera en este punto filosófico. Pero después aparece la otra K, de Kerouac: el franco canadiense que le tocó ser yanqui pero bien pudo haber sido Argentino como yorugua, italiano, rumano o croata. 

Kundera decía que el hombre negaba la caca, la mierda. Somos productores de kilos de mierda por día pero siempre tratamos que no se sepa y ante, extraños e inclusos cercanos,  nos compartamos como impolutos que no se sientan en el inodoro y dinamitan el baño por un par de minutos al día sea en una estación de servicio o en la casa propia. 
Del otro lado, Kerouac habla del dharma: esa entrega consciente y no, que se entrega al aire. Una canción, un poema, una ilustración en tu pared. Chispa sublime. El beat que es el jazz de la vida misma, improvisación pura. Tomar impulso entre fraseo y fraseo a puro tanteo de tu ritmo cardiaco. Soplar y que suene -Tarariririrá- El pez y el elefante se juntan y una banda  texana que descubrí ayer -en esta vocación de buceador melómano- me lo hizo saber, Khruangbin con su two fishes and an Elephant. 
La metáfora de dos peces que son apenas una figura micro en tanta inmensidad del mar, un mar que puede ser entendido como un elefante pesado de movimientos lentos. Lo escurridizo entre la densidad. Lo ligero en lo parsimonioso. 
El comienzo de la insoportable levedad del ser siempre se me presentó como una adivinanza existencial, una pregunta capciosa a escoger entre el peso y la liviandad. Un versus. Con el tiempo entendí que las dos son importantes, y que hay que aprender a transitar sus bordes. Casi de misma forma entre la ficción y la realidad. El periodismo y la literatura. Dos límites que tienen puntos de convergencia, pequeños trechos en donde todo se vuelve tan agradable como el atardecer en la ventanilla del bus cuando vamos a Buenos Aires con dos compañeros de Casiopea, mientras Ale cita a Borges y sus líneas caben perfectas en la postal rutera del sur: “ Siempre es conmovedor el ocaso por indigente o charro que sea, pero más conmovedor todavía es aquel brillo desesperado y final que herrumbra la llanura cuando el sol último se ha hundido. Nos duele sostener esa luz tirante y distinta, esa alucinación que impone al espacio, el unánime miedo de la sombra, y que cesa de golpe, cuando notamos su falsía, como cesan los sueños, cuando sabemos que soñamos”. 

Cuando me desperté estaba en la entrada a La Plata, justo en el comienzo de la diagonal 74 por el barrio Hipódromo. No sé que soñé, pero siempre que vuelvo de CABA me despierto con la sensación de que pasaron años de sueño. Que tuve viajes astrales. Que en 60 kilómetros pude darle cuerda a la oniria más poderosa y que apenas abro los ojos, aparecen las ganas de escribir. Alguien me dictó palabras en el entresueño. Hay un caos que golpea la puerta para salir al mundo exterior. Un peso que quiere salir, mientras me pongo los auriculares y bajo despacio las escaleras del bus en Plaza Italia. Hay olor a asado, suena este indie instrumental de Texas en mis audífonos y se acaba el level de una plataforma de video juego. Un final que es también un comienzo cuando de repente se me viene otra frase de Kerouac para apagar el interruptor del relato con budismo puro: “cuando llegues a la cima de la montaña, sigue subiendo”. 

M.K 



Comentarios

Unknown ha dicho que…
Me encanto mati!!! pone más

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