La pequeña Japón argenta




Diario Miradas al sur Año 3. Edición número 139. Domingo 16 de enero de 2011
Escrita por Ulises Rodríguez

En Colonia Urquiza, cerca de La Plata, vive la mayor comunidad nipona de nuestro país. Mantienen vivas sus tradiciones con templos y escuelas y producen el 80 % de las flores que se venden en Argentina

El paisaje es un campo de 700 hectáreas minado de invernaderos. Los más alejados parecen iglús. Una tranquera, la casa adelante y los invernaderos, siempre los invernaderos. Es la hora de la siesta y no anda un alma, no vuela una mosca. La avenida principal, la 186, resultaría angosta en cualquier ciudad, no en Colonia Urquiza: el lugar donde vive la mayor comunidad de japoneses del país y donde se producen el 80 por ciento de las flores que se venden en Argentina.
Para llegar desde La Plata hay que atravesar toda la ciudad, unos 20 kilómetros hacia el oeste. Es tan alejado del centro de la capital provincial que el platense medio toma como referencia el hospital neuropsiquiátrico de Melchor Romero –“el loquero”–, lo que ellos consideran “el fin del mundo”. Colonia Urquiza vendría a ser, entonces, “el culo del mundo”.
No hay baches ni pastos altos. Las calles están numeradas en carteles de madera y las palomas arrullan en concierto. Los primeros nipones llegaron en 1961 y hoy son más de 300 familias, que ya van por la tercera generación. Lo curioso es que entre la mayoría de ellos existe algún tipo de parentesco: primos, cuñados, sobrinos, nietos, etcétera.
El club de la Asociación Japonesa y la escuela Nigonho Gakko, de idioma y cultura nipones, son áreas casi exclusivas para los asiáticos. Paraguayos, bolivianos y unos pocos argentinos completan la población. Un almacén-carnicería y mercería, un ciber-locutorio-librería, un pool con olor a empanadas fritas, birras, reguetón, fonola y canchita de fútbol en el patio son sitios poco usados por los orientales. El punto de encuentro entre unos y otros es la escuela primaria 57, la salita de primeros auxilios y los supermercados Asahi y Hatanaka. Como el Señor Miyagui. Cada tanto aparece un caminito de tierra a los costados. Al fondo de uno de esos, en el 482, vive el sensei Hiroshi Yazuhara: uno de los maestros más viejos de la Colonia. Nació en la isla de Tokio y llegó a esta zona a los 17 años. Vino con sus padres y un hermano, en 1965, cuando los asiáticos no eran más de cien. Es floricultor, como la mayoría de los japoneses.
–Mi hijo de 32 años, el mayor, se encargará del negocio. El otro está en Buenos Aires y se dedicó a estudiar. No le interesa el negocio familiar.
Yazuhara habla pausado. Medita antes de cada frase y se pasa los dedos por su barbita candado, como lo hacía el señor Miyagui en Karate Kid. Tiene 62 años y en la Colonia lo conocen todos. Hoy da clases, una vez por semana, en el Centro de Estudios Japoneses de la Universidad de La Plata.
–Cuando llegamos eran casi todas familias italianas que estaban de la época de Perón. Japón todavía estaba mal por la guerra. El gobierno argentino quería poblar la zona y que produjéramos verduras frescas. Lo hicimos al principio, pero con el negocio de las flores nos fue mejor.
No se equivocaron los orientales cuando apostaron al cultivo de rosas, claveles, crisantemos, fresias, gerberas y lilium. Tienen toda una estructura armada: las siembran, las cosechan, las empaquetan y las venden en el mercado o en florerías. De fondo se escucha el motor de una bomba de agua. La red de agua corriente y las cloacas son promesas incumplidas por intendentes platenses de uno y otro partido.
–Estamos acostumbrados a que todo llegue tarde. La luz vino en el ’75 o ’76. El teléfono en el ’89 y el arreglo de los caminos nunca. Siempre fuimos los japoneses los que pagamos obras de asfalto y mantenimiento, entonces la municipalidad se hacía la desentendida. Segunda generación. Sobre la avenida y la esquina 482, frente al boliche de la fonola, está el club de la Asociación Japonesa. En la puerta, sentados a la sombra, conversan Keizo Shimoyama, el presidente; Kimio Sakaguchi, el secretario, y Kazutoshi Ichikawa, el tesorero. Ninguno de los tres llega al metro setenta. Se presentan y saludan con un apretón de manos.
–Irashaimase –dice Kimio, que lleva puesta una remera del Festival de Jesús María 2006. “Significa ‘bienvenido’ en japonés”, aclara y se ríe en un gesto de dientes para afuera y ojos cerrados.
Los tres vinieron a la Argentina de niños y –obviamente– se dedican a la floricultura. Con el rostro lampiño y sin transpirar una gota a pesar del calor húmedo, Keizo dice a su modo: “Nosotros debería ser capital de la flor. Escobar es todo maceta. Hoy están muy lejos de nosotros”. Los tres coinciden con el presidente y lo discuten en japonés, mirándose a los ojos, como para que no queden dudas.
Kazutoshi, el tesorero, es el que menos habla pero el que mejor maneja el castellano. Mas morocho que sus compañeros de comisión sirve Sprite en vasos térmicos. Su intervención en la charla es para enumerar, con los dedos, las actividades deportivas del club: fútbol, atletismo, ping-pong, béisbol y crocket “para los viejos”.
El día en la colonia empieza a las siete. Y en verano, como amanece más temprano, lo hacen con la salida del sol. Los empleados de los japoneses son bolivianos o paraguayos: “Argentino no quiere trabajar la tierra”, dice Keizo.
A 200 metros del club están los invernaderos de Keizo. Invita a recorrerlos. En la parte de adelante del terreno está el chalet donde vive con su mujer y sus dos hijos. Al fondo los invernaderos. En esos habitáculos de grueso nylon transparente se vive otro clima. El aire se respira caliente y perfumado. En una tarde típica de enero se superan los 50 grados allí adentro. Un tipo apenas más alto que una planta de rosas recorre los surcos. Cada tanto se agacha y arranca los pastitos.
Keizo pertenece a la segunda generación de japoneses de la colonia. El cultivo lo aprendió de sus padres. Y el negocio es una herencia familiar. Con 56 años sus costumbres se mezclan entre el arroz y la carne. Toma mate –mucho tereré–, es hincha de Boca y se define “mejor asador que un criollo”.
El arroz es sagrado en sus comidas. Los ancianos lo comen con palitos y prefieren el pescado y las verduras de sus huertas antes que un asado. “Si fuera por mis hijos comeríamos carne todos los días pero mi padre no quiere saber nada”, cuenta Kazutoshi, el único de los tres que tiene vivo al papá.
Muchas de las casas tienen conexión a Internet y Direct TV. De esta manera pueden escuchar radio y ver canales japoneses como la señal NHK. Kazutoshi dice que a los viejos no les gusta mirar otra cosa. Entre ellos y con los más viejos hablan en japonés. Con sus hijos lo hacen en castellano, salvo cuando se enojan y los retan en su lengua para no perder tiempo pensando en lo que van a decir. La escuelita. E n un edificio vecino al club, con portón de rejas y lleno de ventanas de aluminio está la escuela japonesa Nihongo Gakko. Allí siete maestras les enseñan a 93 chicos el idioma y las costumbres de la cultura nipona. Los alumnos tienen entre 6 y 17 años y, desde el 2002, se les permite la entrada a otros niños que quieren aprender el idioma y no son hijos o descendientes de japoneses. Las primeras siete familias que llegaron a la Colonia, en 1962, tuvieron en claro la importancia de preservar el idioma y las costumbres con las nuevas generaciones. La familia Ishihara prestaba su casa y un grupo de mujeres se dedicaba a la enseñanza de historia, geografía, música y, por supuesto, el japonés. Los chicos llegaban a caballo, en bicicleta o a pie. En 1969 Nihongo Gakko se fundó de manera oficial. Pasaron 20 años para inaugurar el edificio actual. El objetivo de los alumnos es aprender a hablar y escribir bien y así lograr una beca para viajar a Japón. Varios de ellos quieren conocer a sus parientes y a otros les atrae la idea de vivir en el país de sus abuelos. Por eso en Nihongo Gakko no dejan nada librado al azar y les enseñan a usar los palitos para comer arroz. Tercera generación. En el documento figura como Florencia Takahashi. En su casa la llaman Ichico: Primera Hija. Los compañeros de la escuela le dicen Taka. Lleva remera violeta, jeans ajustados, zapatillas All Stars y reproductor de MP3 en el bolsillo. Con una cara redonda y blanca como la luna, a los 16 años representa a la tercera generación de japoneses de Colonia Urquiza.
Estudia en un colegio secundario de la localidad de El Pato, en Berazategui. Hija de floricultores, su papá nació acá y su mamá en Paraguay. Tiene dos hermanos: Ichiro –Primer Hijo–, de 9, y Aiko –Niña Amorosa–, de 15. No sale a bailar a boliches, prefiere las fiestas de la juventud que se hacen en la colonia cada 15 días.
–¿Qué es lo que más te atrae de la cultura japonesa?
–Me gusta el dorama: son telenovelas de allá que duran 15 minutos. También el animé. Todo eso lo bajo de Internet.
–¿Qué música llevás en el MP3?
-Reguetón, cumbia y algo de enka: vendría a ser como el folklore japonés. Mis amigas escuchan pop japonés, es bastante tranqui.
Con los cachetes colorados de vergüenza, dice que todavía no tiene novio y aclara que cuando se enamore no le va a importar si es argentino o hijo de japoneses: “Hay quienes no se quieren poner de novio con alguien que no sea de descendencia japonesa para no mezclarse”. Cuando termine la secundaria los anhelos de Florencia son viajar a Japón (tiene tíos, un abuelo y primos) y estudiar algo relacionado con la matemática. Todos sus amigos planean una carrera universitaria. Con jóvenes como ella las tradiciones en la colonia están aseguradas. Lo que no está del todo definido es quiénes trabajarán la tierra y venderán las flores en el futuro.

Por Ulises Rodríguez

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