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Mostrando entradas de julio, 2015

Azul y oro en Tapalqué

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Azul y amarillo la cancha. Nunca fui de Boca, aunque en mis relatos siempre esté más presente que River. Pero el guiño del color está a 50 kilómetros de mi pueblo General Alvear: Tapalquén, un nombre mapuche pampa que sigue firme en la identidad de otro pueblo que está en mi ADN, desde el día que me puse esos colores.  Fue una mañana fría como el iglú -10 AM y Cerrito al tresmilypico en una ciudad cementera que está dentro de un pozo que congela- cuando nos cambiábamos en el vestuario de la Cancha de Racing de Olavarría que es un predio polideportivo con tribunas como de primera A. Rubino, don Aldo, estaba en la comisión directiva y en ese début me tocó la 9 que alguna vez él inmortalizó en torneos zonales que los futboleros de antaño tapalqueneros recuerdan con un sabor nostalgioso del buen vino en el estaño del club mientras suenan las copas con las bolas de billar. " Qué jugador, el Aldo... como saltaba a cabecear", y el Aldo que sonríe con humildad mientras camina por e

Calle 63

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Cuando te pica la mano. Una cosquilla adentro, algo que raspa, un nervio que se hincha con la humedad pareciera.  Escribir para arrimarse a un otro: cualquiera que sea.  Este hombre que recorrió el campo temprano y llega al rancho a tomarse un mate mientras suena la hondura del silencio. Esa mujer, que piensa en los viajes y en las letras, que nunca está quieta y de repente lee. Lee y su alma parece flotar en el dique de San Juan. Se convierte en un velero que sigue el curso  del viento norte. Este amigo que se alista, se acomoda para salir al trabajo, piensa en la fatiga de la rutina pero por suerte tiene el don de capturar la chispa de un instante: una frase que lo despabila como el agua helada de la canilla a la mañana. Sabe que los días son largos pero hay palabras como semillas que germinan adentro y eso, eso amigo, eso es lo más importante.  Un señor, un señor de párpados pesados, sentado en la mecedora de su balcón parece un pájaro que medita en su propia jaula de cemento. Mira

El árbol de la sortija

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El árbol está ahí. Existe. Contar su historia es casi un guiño a la mitología, pero es realidad volada. Más lisergica y de cerrar los ojos. El primer argumento es que éramos 4 tipos que riman, que hicimos de esas chispas naturales de la conexión espiritual. No sucede muy seguido, digamos que no sucede casi nunca pero dos por tres la vida nos pone ante esas certezas que son divinas. Rocío, Damián, Emiliano y yo. Cuatro caminantes hacia el cerro cuando el calor cordobés de capilla era una brasa en la espalda. Agua, mochila y provisiones de excursión: una banana, una manzana, cannabis, auriculares, un libro y un abrigo. ¿ Pa qué más? Si la mochila del viajero es el experimento de la síntesis. El campamento indispensable. Lo justo y lo necesario.  Andar liviano y práctico. Empezamos a subir el cerro como la ese de una serpiente, el sendero era aridez de unas rocas que nos empezaban a observar como testigos petrificados. Narices de pájaros andinos, ojos y bocas. Al principio solo eran roc

Caminar y derretirse en Santa Marta

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Una mañana de Santa Marta caminamos por el desierto. No lo era pero mientras avanzábamos a paso firme por la costanera de un mar pesquero el sol refractaba y quemaba los pómulos, hervía los pies y secaba la boca de un solo soplido de arena picante.  Sudor sin sombra. Una remera de túnica y una teletransportacion al desierto colombiano pero todo derechito sin curvas al aeropuerto samario donde ningún árbol se asoma, sólo se arriman autos amarillos y nipones queriéndote cobrar  a precio turista gringo y nosotros le decimos que no, que "que mamera, pero somos sudacas", esa plata no la pagamos, a parte sabemos caminar sin miedo como la noche donde confirmamos la máxima de Kerouac con Fer: "las estrellas son palabras", mientras caminamos los pares de kilómetros que separan Icho Cruz de Villa Carlos Paz con tres perros que fueron tres amigos del tiempo: tal vez otro yo's de los nuestros -Richo, Emilio y Emiliano- prendiendo sus linternas en la oscuridad que guía. Des

La Wallace en una foto

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Esta es mi foto de Alvear. Pueden ser muchas. De hecho lo son. Pero ahora elijo ésta: la calle Wallace una tardecita de otoño casi invierno. Ese color violeta y naranja del cielo mientras se acerca una camioneta que puede venir del campo y estacionar en lo Papavero por algún toque de chapa y pintura que Carlos -siempre vigente en la esquina que cruza con Vicente López- hará en su galpón que es la estática del tiempo. A veces me da placer que el tiempo esté con las agujas del  cemento congelado.Un pequeño tatuaje en color o cemento de la historia barrial. No sé cuánto: pero desde que nací está así, pintado con los colores de Boca Juniors y también hay olor a pintura, a chapa chamuscada con la octógena, mientras las bicicletas musetas o inglesas frenan en la vereda de enfrente para jugar algún número de la suerte en la Quiniela del otro Carlos: Quiroga, el hijo de Doña Juana, que también pasa lentamente persignándose porque acaba de curar el empacho a algún gurí vecino.  Por ese pun

Taxi la amistad

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Con el tachero hablamos de la amistad. Ni de mujeres, ni del clima, ni de política. En 20 cuadras - de Diagonal 80 y 2 hasta 63 y 3- el viaje fue destinado a hablar de la riqueza infinita de un encuentro con un amigo o un gomía, porque se puede ser buen compañero, pero un amigo o un gomía es otra cosa. Es otra vaina. O no?   " Sabes lo que pasa, que es desenchufar todos los cables. Imagínate como si estuviésemos llenos de cablecitos que son del mundo de la responsabilidad, y c uando nos encontramos con el amigo empezamos a desconectarlos uno por uno", me dice Cacho y parece que me lo dice el tío Asdrubal. Sí sí le digo, hasta escucho cuando las sopapas que retienen los cables como en un quirófano se van descorchando del cuerpo. Se descorchan. Se desconectan. Se destapan y mientras tanto nosotros dos debajo de un toldo o de un sauce fumando un cigarro, en un bote pescando o tirando una pared de fulbito: inventamos un túnel o un paréntesis donde el tiempo no existe. O si existe

Un rectángulo del once

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Subo las escaleras de la estación Pasteur y me avanza el olor a pastel de papas y arroz chaufa. Papa y arroz: dos comidas sudacaorientales invaden la cuadra por la nariz. Dicen que en el tumulto, en el caos de razas y ventas, ganamos nosotros: los buscavidas sudacas. Eso no lo pronuncia nadie, pero lo escucho. Los ruidos no se distinguen pero el pulmón de aire lo marcan los colectivos cuando abren sus puertas para depositar o hacer subir pasajeros. En un rectángulo como el área grande del fútbol pero puro cemento, palomas que vuelan bajo y picotean la basura chatarra del transeúnte; el once está a la orden de la compra rápida y fugaz. Veo elegantes vendedores que visten como el halcón maltés y pueden también ganar juicios aparentemente millonarios, dos inmigrantes senegaleses con la camiseta de Brasil y Francia puestas más tricotas -cubriéndoles las nuces- que seguramente tejió una chola que ahora vende comida peruana al paso en un taper de campamento. Otro peruano achinado de corte