Los andes a lomo de burro




Crónica del Cruce de Los Andes, epopeya Sanmartiniana, San Juan- Chile

Para atravesar Los Andes, San Martín necesitó de 5400 hombres –entre soldados, barreteros, cocineros, arrieros- 1600 caballos y 10.600 mulas. Unos 7000 kilos en obuses y cañones, una dotación que -según indican los libros- ascendía a 600 reses vacunas, 40 toneladas de charqui con galletas de maíz y 113 cargas de vino más ponchos, frazadas y aguardientes para cobijarse del frío desgarrador de las montañas. A mí, en cambio, me dejan apenas un burro negro sin nombre que mide 1,50 y luego en otro burro blanco corpulento, al que todos aquí conocen como Pompón. Dos, llamémosle, fititos tuneados para el viaje y con doble tracción: pasan del barro, a las piedras y la nieve, de la llanura a la montaña y el agua sin problemas de neumáticos ni de patentes impagas. Además, contamos con guantes térmicos, carpas iglú y teléfonos satelitales. Más una provisión extra de catorce petacas de whisky y licores para 24 periodistas sedientos, y kilos y kilos de guisos carreros en ollas como barriles de nafta que esperan en los dos refugios del viaje.

San Martines de ayer y de hoy

Sin más GPS o mapas que los propios baqueanos, San Martín cruzó Los Andes en 21 días en dos tramos: primero de El Plumerillo en Mendoza a Estancia Los Manantiales en San Juan y de allí por Camino de Los Patos a Chacabuco por senderos serpenteantes, cornisas filosas, desfiladeros y cumbres por donde convergieron 6 columnas de su ejército en una estrategia militar napoleónica denominada “pelotonne” que culminó con la independencia chilena en la llamada batalla de Chacabuco del 12 de febrero de 1817.
A 194 años de aquella epopeya, un grupo de 140 personas incluidos gendarmes, militares, baqueanos, funcionarios de gobierno y periodistas- nos proponemos rebobinar la cinta de la película: cruzamos en 6 días el último tramo sanmartiniano de San Juan a Chile. Queremos meternos en los pliegues de la Historia que aprendimos en los manuales Kapeluz de la infancia, abrazarnos con gol patriota allá arriba y contar en un par de décadas a nuestros futuros nietos que su abuelo barrigón hizo casi lo mismo que el hombre de los monumentos, las calles y las plazas pero en un burrito petiso como el de la propaganda de la yerba Cachamay.

Primer día a lomo de burro


Esa mañana -la de comienzo- todo arranca mal. Cascotazos de nieve golpeándonos los guantes, la capucha, la cara. El viento vuela la capa de agua y todos con 2 kilos más de ropa buscamos que nos ensillen nuestra mula. Dos gendarmes desde la caja de un camión con colores de guerra dan la vianda del día: una manzana, un bocado de jamón y queso, dos caramelos butter toffes y un agua mineral. Son las 5 primeras horas arriba del animal. Muchos se sienten arriba de un camión Scania, y yo también.
El gobernador sanjuanino José Luís Gioja- que cruza Los Andes desde hace 7 años, cuando su gestión comenzó con la expedición en febrero de 2004- va delante de todo en un caballo blanco como el del Libertador. Tiene estampa de gaucho y no le tiembla ningún nervio allá arriba. “Vamos la patria carajo”, grita y toda la tropa repite con convicción marcial. Más atrás lo siguen Jaime -un baqueano retacón de 40 años, oriundo de Barreal- y un oficial de gendarmería con una bandera argentina.
Arrancamos en fila india. Primero algunos gritos de aliento, arengar al compañero, descomprimir la tensión, meterse en la casaca del soldado que viva la patria con un grito rudo y que si tiene miedo, trata de camuflarlo abajo del poncho para que nadie le saque la ficha. El machismo en la montaña cotiza en bolsa, o al menos todos quieren multiplicarlo.
Nunca nadie –salvo los que la naturaleza vuelve huraños- estuvo consigo mismo 8 horas por día. El burro se vuelve más terapéutico que un diván aunque el precio pueda ser más caro: un par de dientes menos, una quebradura de clavícula o unos puntos en la frente. Sin embargo apenas me subo al burro me dicen que el doctor Sebastián Carbajal –cirujano de 29 años, rescatista de altas cumbres como El Mercedario y El Aconcagua- puede hacer pasar La Cordillera a un buey moribundo. Respiro hondo como cuando te van a dar una inyección, pienso en los que me esperan detrás de las montañas, taloneo y emprendemos marcha en un traqueteo entrecortado. El burro y yo o yo y el burro. Al final de cuentas es lo mismo.
“Talón y talón” gritan los gendarmes a un par de metros, y uno se aferra a las riendas con la fiereza de un jinete en Jesús María. “ Sí me muero, me muero con el burro”, pienso a los 4800 metros de altura, en ese cuco nevado bautizado El Espinacito, enemigo monumental de Bernardo de O` Higgins y José de San Martín.






Un segundo día jabonoso

El Espinacito estruja los nervios. Todos lo nombran y uno maneja la posibilidad de hundirse en la nieve en esa montaña gigante que obligó a la tropa de Bernardo de O`Higgins a detener su marcha un día más porque los animales estaban exhaustos, decenas de soldados estaban heridos y otros necesitaban reponerse para seguir ruta hasta Valle de los Patos, donde el refugio de Sardinas es una postal turística enclavada en el riñón de La Cordillera de Los Andes: pasto bien verde hasta la altura de las rodillas, un río transparente que viene desde las nubes y montañas rojizas con picos nevados.
Para nuestra tropa es el peor día. Los gendarmes dudan. Con el mate cocido en la mano, se susurran por lo bajo y señalan caminos como alfileres allá arriba de los picos nevados. El gobernador Gioja se arrima al fogón y pregunta algo. Cabecean. Mientras los baqueanos palmean a sus mulas y preparan las monturas, los periodistas, estiramos el desayuno. Estiramos armar el campamento, ensillar y montar. Estiramos el tiempo como un chicle, porque allá en ese interminable desfiladero que demoraría 9 horas de viaje, un mal paso por el camino enjabonado y fin de la historia.
Ese día, el segundo, muchos nos caemos y vemos de cerca el final del juego. Pero las 9 horas pasan, y el corazón se hincha de orgullo en el límite cordillerano donde los bustos de los próceres de Chacabuco marcan la frontera entre Argentina y Chile. Allí mismo donde el himno argentino suena por unos pequeños altavoces, la garganta se hace nudo, y la voz de soldado raso se quiebra en mil pedazos. “Viva la patria, carajo”, vuelve a gritar con una voz ruda el Gobernador José Luís Gioja y todos corean y se
abrazan con cualquiera como gol en la tribuna.



Trompadas de montaña

La montaña desnuda. “Es que la montaña no nos quiere acá”, dice Emiliano Gullo, del diario Crónica. Te boicotea con la altura, la boca se empasta, se seca, el cuerpo se bambalea y pide sorbos y sorbos de agua. Pide un acuso bien grande de coca detrás de las muelas para que el mareo no termine por voltearte en la nieve ni en las rocas filosas.
Son casi 40 horas a lomo de burro. La mañana comienza con el oficial Rivero- instrumentista de la banda militar sanjuanina- y su soplido marcial de soprano. El sonido más odiado, más aún que el “pipipipí” taladrador del despertador chino. Las ollas hierven agua para el mate cocido, los baqueanos se calientan las manos callosas en un fuego, los gendarmes miran el cielo y los periodistas aprendemos a madrugar con 5 grados bajo cero para imitar la gesta libertadora. Muchos putean. Es parte del rito. Otros tiemblan de miedo, lloran por sus hijos y hacen plegarias al cielo pidiéndole por favor al de arriba que los deje volver.
El padre Walter –santafecino, 30 años- oficia su misa en cada refugio, tras horas a lomo de burro, con un celular donde almacena sus versículos sagrados. San Martín también tenía curas en sus expedicionarios porque la fe debía acompañarlos de cerca. Debía estar en las montañas, bien arriba, cuando el peligro azota cuesta abajo.




Que digan lo que quieran. Que tenemos todo, que San Martín estaba mucho peor y con sus ulceras sangrantes que lo obligaban a fumar opio, que nosotros tenemos un helicóptero que al primer golpe de tubo de teléfono satelital se aparece, que hay medicamentos, que el doctor Carbajal te salva. Que Jesús nos acompaña, que nadie se mató ni fue herido de gravedad en 7 años de cruce. Pero ahí arriba uno está solo. Somos un montón en fila india, pisándonos los talones por un sendero serpenteado donde no entran más que un cuerpo de gordo de 120 kilos, pero estamos solos, a la intemperie, sujetos al libre antojo del clima, del animal y de la altura por más que los baqueanos estén mirándonos la montura, el doctor Carbajal cierre la columna con un equipamiento de guerra y los gendarmes estén atentos de que una mula enloquezca y nos eche a rodar por el suelo.
“¿Cómo vas, flaco?”, pregunta a varios periodistas con caras largas e inexpresivas, el gobernador Gioja desde su caballo. El camino es un jabón infinito. Taloneo a desgano la mula. Un camino empinado a paso de hombre, y después otra subida, otra y otra. Duele todo. Las piernas son dos yunques, las manos engarrotadas, pero por suerte el cerebro funciona y ordena seguir. Son cerca de las 5 de la tarde de un viernes 11 de febrero, y yo algo gordo para ser militar, arriba del Pompón -petiso y blanco como la nieve- voy cerrando las filas de la expedición. Y cuesta abajo -ya a unos 3500 metros de altura sobre el nivel del mar- enderezo la mula para El Refugio de Sardinas, y ahí mismo donde el General comenzó a cantar victoria porque El Espinacito pegaba más que dos ejércitos realistas, por única vez en el viaje me siento San Martín. Y afónico, en la fiebre de las alturas, grito para mis adentros: “Viva la patria carajo”.

Por Matías Kraber

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