Un viaje al fútbol de la selva

Un viaje a las entrañas de las yungas afrobolivianas donde el equipo de fútbol Chaco Tocaña nos muestra los lazos que unen a la tradición negra con la pasión futbolera










Primero ellos llegaron a Potosí. Ellos,  esclavos de África que vinieron a Bolivia cruzando el mar para trabajar en las minas de plata donde manda el tío Sumaj Orko a 4500 msnm. De Angola, Camerún y Mozambique a la fiebre del estaño y la plata. Sin embargo el trabajo duro en un clima hostil los comenzó a diezmar y los sobrevivientes decidieron levantar campamento.
Así fue que siguieron por otra ruta, a tranco lento, hasta toparse con el verde subtropical de las yungas paceñas donde se hallaban las fincas de los españoles prometiendo trabajo y ellos prefirieron empezar ahicito mismo de cero.
Se mezclaron con criollos y Aymaras en Tocaña: un pequeño pueblo entre nubes, árboles frutales y aves exóticas que pertenece a Coroico – y es a unos 50 minutos por camino de tierra- donde comienza a rodar la pelota de ésta Historia con un acuyo de coca entre el paladar y los dientes. 
Dennis Vázquez está en el patio de tierra de su casa. Dennis tiene 21 años, trabaja y es el arquero de la primera división de Chaco Tocaña. “Soy arquero uno de los puestos más difíciles del fútbol”, dice siempre con una sonrisa, mientras su madre lava la ropa a mano en el lavadero, las gallinas cloquean y su padre Desiderio Vázquez –quién supo ser el presidente de la comunidad Afroboliviana de Coroico- se alista para  irse a trabajar a la plantación de yuca y coca.

El equipo está constituido por descendientes de la comunidad Afroboliviana que reúne a 50 familias de las cuales 12 jugadores integran hoy el plantel. Se llama Chaco por sus abuelos que lo fundaron en la década del 70 inspirados en el conjunto Chaco Petrolero -que juega en la primera división del fútbol boliviano y participó dos veces en Copa Libertadores- y tiene la misma combinación de colores: verde y blanco.  Dennis cuenta que los primeros equipos de Chaco Tocaña se sacrificaban mucho para jugar los partidos de campeonato los domingos. Trabajo duro en el campo de lunes a sábados en los cultivos de papa, arroz, coca, yuca y café, y el séptimo día del supuesto descanso marchaban a pie dos horas serpenteando los caminos hasta el estadio del partido.
Dennis dice que en algún sentido los tiempos han cambiado. Ahora tienen un estadio propio y no tienen que hacer grandes distancias para jugar de local. Pero también dice que son un plantel de 25 jugadores que aún no puede juntarse a entrenar, que se ven directamente en la cancha para jugar por el campeonato. Dennis dice que esto sucede porque muchos trabajan en el campo y otros estudian en La Paz, pero que últimamente de la mano del director técnico Edgar Gemio han cosechado buenos resultados. “Aspiramos a participar en el campeonato más grande de la región yungas denominado ´Interyungueño´, arrancamos bien estos partidos, somos conscientes que no es fácil ascender entrenando muy poco, pero el equipo viene fortaleciéndose con los años que jugamos juntos”.

Cuenta que el día que tocó el cielo con las manos fue en marzo de 2009 cuando con 15 años le tocó defender el arco de su equipo Chaco Tocaña que jugaba la final del campeonato local. Ganaron por 4 a 1 y la fiesta en Tocaña duró días al ritmo de tambor de la Saya africana que tiene su sede simbólica por éstas tierras.  Saya en quechua significa la que siempre se mantiene en pie y es un ritmo afroboliviano que no puede compararse con ningún otro, único, interpretado sólo por mujeres y hombres negros de la zona yungueña que se convierten en una tropa de danzantes con camisas y blusas vivaces marchan al tronar de sus tambores obligando a mover las caderas. 

La saya se cuela por las callecitas de Tocaña. Se mete por las ventanas y las puertas para multiplicarse en las nuevas generaciones. La saya digamos que es el único sonido que puede hacer morir el hondo suspiro del silencio, y allí, cuando el fuego de los tambores se enciende la comunidad afroboliviana renace más viva aún en una danza que ahora, nos jura, se hermanó  para siempre con el fútbol.   

Por Matías Kraber 


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