Un día en la vida del cazador





























Bebí de un sorbo lo que quedaba de ginebra en el vaso y agarré los naipes. Una densa niebla de tabaco invadía el lugar. De lejos sonaba el partido entre Gimnasia y Belgrano en la transmisión de la televisión pública. Iban 0 a 0. Un bodrio. “Todo está bien”, me dije.
Eran las 9 de la noche y estábamos sentados jugando al truco en la sala de juegos detrás de la barra del club. Afuera: una niebla silenciosa comenzaba a teñir de blanco el verde de las veredas.
- ¡Envido che!- Dijo Roberto exaltado.  Arqueó sus cejas como si tuviera en sus manos el billete ganador de la lotería. Ya todos lo conocíamos, sabíamos que su exaltación siempre era índice de una gran mano. – Guarda que tengo más que las viejas eh…- soltó con sarcasmo entre dientes para persuadir. El muy pillo era pie y quería robarse los puntos del tanto.
Mi compañero Yiyo, me miró y cerró sus ojos. En esta me dejaba solo. Miré los porotos y estábamos lejos. Acto seguido, levanté la vista a las apuestas que se encontraban en el centro de la mesa y me decidí, como un torero que decide rematar al toro con su espada.
-¡Falta envido!- Respondí sin vueltas y con vehemencia. En el truco la seguridad a la hora de cantar es vital. Tenía 31. Confiaba en mis cartas, pero más confiaba en la sensación de desesperación en que estábamos- Vamos gente que me quiero ir a mi casa a mirar a Tinelli…- dije para reforzar el canto. No era mentira que me quería ir, pero no a mirar el asqueroso show del cabezón de Bolívar.
Si salía victorioso de esta, el juego terminaba.
-Quiero dale, a ver que tenes. También me quiero ir a casa- dijo Roberto con cierta sonrisa cómplice con el gordo Ortíz, su compañero. Se tenía fe el muy hijo de puta.- Acá los tenes: 30 cachito.-
- 31 son mejores. Míralas y créelas.- Dije con un aire bastante arrogante que siempre sale a flote como una boya cordobesa en estas situaciones.
-¡Pero que hijo de puta cachito! ¡Las tenías! ¡Anda, anda a mirar Tinelli no más la puta que te pario!- dijo Roberto resignado mientras rascaba su cabeza y en un modo bastante exagerado.
-¡No se caliente don Rober! Mañana si Yiyo está de acuerdo te damos la revancha.- Dije sonriendo y juntando la plata del pozo. Mientras ellos, la pareja rival, con cara de pocos amigos, se relamían como un felino que aún se quedó con hambre luego de devorar a su presa.
Rápidamente encaré por el pasillo en donde estábamos y doblé hacia la barra. Pagué al cantinero las ginebras que me había tomado, me puse el gorro de lana negro y me fui sin chistar.

Ya en casa. Observé como la niebla se había convertido en helada. El pasto estaba de un color blanco cristalino. “La nieve de la llanura”, pensé. Abrí la puerta y entré. Hacía un frio espantoso. Fui hacia el calefactor, intenté prenderlo, pero nada. Me habían cortado el gas por falta de pago. La primera vez en el año, y justo ahora que el invierno empezaba a asomar: suspiré.
Me abrigué con el poncho que estaba encima del sillón y me senté. Estiré las piernas y las apoyé en la mesita ratona. Mientras miraba la botella de ginebra Bols que estaba sobre ella, pensé en los mangos del club que había ganado hoy, y en qué podría hacer con ellos. Tras unos segundos llegué a la conclusión que solo me alcanzaba para comprar un buen plato de comida. Pensé en el frio, y más frio me daba. Me imaginé en Hawái tomando piñas coladas, distendido, disfrutando del sol con mi ex mujer. Luego pensé en ella, en que había pasado. ¿Dónde había quedado ese amor? ¿Aun pensará en mí? La ginebra se había mezclado con el frio del ambiente y estaba haciendo efecto.
Busqué el control remoto y prendí el televisor. Basta de pensar y a dormir. Un baño de realidad me va a venir bien, y por suerte estaba enganchado de la señal de cable, no era necesario pagar ese “servicio”. A la madrugada me tenía que levantar a hacer mi trabajo: cazar.
El partido de Gimnasia y Belgrano acaba de terminar 0 a 0. “Todo estaba bien”, me volví a decir.

A las 6:00 de la madrugada de la mañana siguiente el radio reloj sonó. Su alarma es terriblemente irritable: un sonido digital que simula el sonar de un timbre analógico, que puede poner de mal humor hasta a un monje tibetano. Por más que lo maldiga todas las mañanas, lo aprecio al desgraciado. Me acompaña desde mis primeras madrugadas a la escuela.
Me vestí deprisa, no había tiempo que perder. Tomé de la silla al costado del sillón una campera cazadora verde que me la puse sobre una camisa leñadora escocesa. Cubrí mis pies con dos pares de medias de lana para el frio; me calcé un pantalón de grafa caqui planchados el día anterior y terminé de vestirme poniéndome unos borceguíes negros marca OMBU que me regalo mi ex mujer antes de marcharse. Digamos que esta era mi indumentaria de trabajo.
Agarré la botella de ginebra de arriba de la mesa, también alcé un tupper con un sándwich de milanesas y enfilé para la calle. El cielo estaba de un azul nítido que dejaba apreciar todo el firmamento. Mientras que el sol hacia la suyo pintando tímidamente el horizonte de naranja.
En la calle me esperaba mi fiel Ford F-100 roja del 79. Ella es mi compañera, mi principal herramienta de trabajo. Está un poco destartalada y su imagen no inspira confianza. A la hora de prenderla corcovea como un caballo que no quiere ser montado; pero sus vísceras metálicas están intactas, jamás me dejó a pie.
En ella tenía lo que me faltaba: una carabina calibre 22, más abrigo; y en la caja, unos ganchos de metal para traer las presas, entre un sinfín de cosas innecesarias que no vale la pena contar.
Después de unos 25 minutos, arranqué para el campo. La helada había cubierto de escarcha todo el parabrisas y tuve que quitarla con un trapo. Ni mi vieja Ford se salvaba del frio.
Ya sobre la ruta, con el pueblo de fondo y un desierto de pastos amarillos a mis costados emprendí mi viaje.

Pasados los 80 km/h la camioneta hacía un ruido ensordecedor que nunca me gustaba escuchar a esas horas, así que prendí la radio. Giré en varias direcciones la perilla metálica del dial hasta dar con alguna emisora: era inútil. El ruido a fritura de la interferencia tronaba en el cubículo. Ni siquiera esto me dije. Enseguida recordé que en la guantera había unos viejos cassettes; así que la abrí mientras conducía, y elegí uno de Leonardo Favio que hacía mucho tiempo que no escuchaba. Esas palabras que salieron de los parlantes fueron como cuchillos que se  me clavaron de a poco (entre la panza y el pecho). Incliné levemente la cabeza hacia atrás y deje ir algo más que un suspiro.

La temporada de caza de liebres había empezado en mayo y no era exactamente mi especialidad. Los barraqueros pagaban casi $10 por cada una y recibían hasta 60 por día. Aunque la actividad se había hecho poco rentable con los años, los muchachos del club comentaban que se habían divisado una cantidad considerable por los montes. Teniendo en cuenta mi situación no podía hacer la vista gorda. De ultima, un guiso con carne de liebre no estaría nada mal reflexioné. A fin de cuentas yo era un cazador hecho y derecho. Y no hay presa que se me escape.

Se habían hecho las 7:00 y quedaba poco más de una hora para que el sol saliera por completo: el resplandor de su disco ya empezaba a borrar las estrellas del cielo, y a mí no me quedaba mucho más tiempo para poder cazar alguna liebre.
La actividad de este escurridizo roedor se da a gran escala cuando la luna prevalece en el cielo, pero al ser ilegal cazarla a esas horas me tengo que conformar de buscarla de madrugada. Además no quiero tener problemas con ningún chacarero ni con la policía, la chata está sin papeles. En este caso prefiero seguir las reglas y acatar la ley.
Me metí por un camino de tierra aledaño a la ruta. Ahora sonaba Sandro a todo volumen con Dame fuego en la Ford, mientras yo golpeaba al compás de la música el volante con mis manos. Decidí aparcarme al costado del camino y seguir a pie. El ruido del motor no me favorecía en absoluto, cualquier liebre que anduviera por ahí se escaparía como laucha por tirante. Así que tome mi carabina con las municiones, agarré los ganchos de la caja, prendí un Benson, me calcé un gorro de lana y salí.
Caminé por más de una hora. No vi nada. Me sentía frustrado. “Otro revés de mi mala suerte” solté para mis adentros. La extensa caminata me permitió pensar. Pensé en los indios que habitaron alguna vez estas tierras y como hacían ellos para cazar con sus antiguas técnicas. En lo vasta que era la llanura pampeana y lo poco explotada que estaba. Me imaginé en otra playa paradisiaca, pero esta vez en Rio. Bronceado, jugando un picado en la arena con alegres negros. Volví a pensar en el frio que tenía y en mi padre. En aquella vez que salimos por primera vez juntos de caza y me enseñó las mañanas de este “oficio”. Quien iba a creer que gracias a esas salidas podía yo ahora subsistir en este mundo ¿Me estará viendo desde el cielo? ¿Estará decepcionado? Sonó en mi cabeza la voz de mi viejo. Pobre me dije mientras sostenía mi  carabina 22 Remington con ambas manos.
Totalmente resignado decidí volver por donde vine. El cielo ya tenía una claridad que encandilaba. El día estaba precioso: el sol brillaba a más no poder y un manto fresco llenaba el aire, como lo hace el aroma de un perfume francés en una habitación cualquiera.
Regresando miré la hora en mi reloj y eran las 9:00, a poco más de mitad de camino hacia la camioneta. Saque los Ray Ban del bolsillo de mí cazadora. El sol ya molestaba. Fue ahí cuando de repente, a 15 metros delante de mí, de los pastizales del costado del camino salió una liebre como si fuera una centella desplazándose a toda velocidad entre las nubes y la tierra.
Apenas la vi, apoyé la culata de la carabina en mi hombro derecho, me paré firme con los pies separados, como si fuera un boxeador a punto de dar un golpe de nocaut y apunté con la mano izquierda la futura trayectoria del animal. Solo tenía un par de segundos para hacerme del roedor, antes de que se pierda por la llanura mimetizándose con la vegetación.
El mamífero me iba a hacer difícil las cosas. Yo era uno más de los tantos cazadores que durante siglos quisieron atrapar a sus antepasados. Al punto de que se había vuelto un animal nocturno y una experta en camuflaje. Así que no era ninguna estúpida. “La naturaleza es sabia”, pensé. Aunque parezca fácil y haga bastante bulto no podía pecar de confianza. “No hay que ver a la presa muerta antes de tiempo cachito, acordate: hasta el más experimentado cazador suele fallar por exceso de confianza”, las palabras de mi viejo eran contundentes.
La hermosa criatura, de un color castaño amarillento, utilizaba los músculos de sus patas con todo su ímpetu para huir de mi cañón. Era impresionante como se movía en zigzag, dando largos saltos como un atleta olímpico demuestra sus facultades a los jurados. Que lastima pensé. Ambos sabíamos que hoy iba a morir.
Mi ojo derecho y la mira del cañón creaban una línea imaginaria, hacia un futuro punto de su trayectoria en donde la liebre iba a pasar. Y la muy ingenua pasó.
Antes de las 9:01  con una gota de sudor en mi frente, contuve la respiración y acaricié el gatillo de mi carabina, casi lustrado de tantos disparos. El ruido que provocó la acción de mi dedo índice fue estruendoso y se dispersó en la silenciosa llanura como una mala noticia en un pueblo. La bala impactó a la bigotuda en su hocico, haciendo del lance un espectáculo hollywoodense. Dio unas volteretas en el aire hasta que cayó. “Que buena forma de morir”, me dije.
Me acerqué hasta donde estaba, más o menos a unos 40 metros de distancia. La tomé de sus orejas y la contemplé. Su pelaje era muy suave y tenía la trompa destrozada por la munición. Sus ojos estaban apagados. Seguramente nunca se imaginó este final. La naturaleza es sabia pero cruel a veces. Para consolarme de haber matado a este animalito de dios, que podría ser la mascota de cualquier chiquilín, recordé la pirámide alimenticia que me enseñaron en la escuela primaria, y efectivamente: ella está por debajo de nosotros.
Coloqué a esta en uno de los ganchos de fierro y me la puse a la altura de la cintura en la cazadora. Caminé lo que me faltaba del camino hasta llegar a mi camioneta sin divisar ninguna otra. Hoy no había sido un día productivo de trabajo, por un lado sentí alivio de que haya terminado. No sé por qué, pero estaba agotado.
Miré mi reloj y las agujas marcaban las 9:33. Puse la liebre en la caja. Subí a la Ford. Me empiné la botella de ginebra hasta que mi garganta no soportó más la picazón. Luego encendí un Benson para pasar el trago. Giré las llaves y corcovee junto con la camioneta.
Después de un blanco silencio en mi cabeza, me dije:

“Qué más da… Esta noche le doy la revancha a Roberto”.

Por Ariel Pessotano

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