La esquina


"En las esquinas estaba la posibilidad del infinito", le dijo el Manu al gaita. Cualquier esquina que vibra al mismo tiempo en universos paralelos. El manu y el gaita que fuman un porro en ese apenas descampado que tiene Buenos Aires por ejemplo en esta esquina de Villa Crespo con los colores del Atlanta de Juan Gelman en el paredón de la Julián Alvarez con Drago. 



En esta otra son 4 obreros que terminaron su jornal. Hace sol atípico en Bogotá y ellos con sus cascos y mamelucos pesados toman cervezas en unas banquetas que improvisaron con baldes dados vueltas y mientras las bocinas con los aceleradores de los carros marcan el frenesí del tiempo ellos estiran el cromos como un chicle. Lo amasan como un mago 10 con la naranja. Que no se caiga y no se cae: un relato tras otro como viejos abuelos tirando maderas al fuego. En África pero también en la Pampa.
La entrega en la esquina. El tiempo del mundo en la esquina. Ahí en la intersección de calles donde el encuentro también es ocasional como este viajero que frena porque lo convidan: "Venga, bienvenido". Y la charla que se teje con el trago más el humo que entre sus sigilos invisibles forma como una pelota de nada, una burbuja, un pequeño planeta ahí en la esquina donde los misterios del mundo se solucionan con arrabal que sabe a mestizaje espontáneo. Sólo toca animarsele a la esquina que es un viaje en sí mismo. Acá, allá o en cualquier lugar. Siempre la esquina tiene sus emperadores ocasionales. Sus lugartenientes de la palabra. Toca abrir el tercer ojo para saber si es nuestra esquina o la del infierno, pero digamos que esas son conjeturas que siempre están en la vida misma. Saber discernir para quedarse pisando el lugar que es, el de la identificación. En esta esquina de Cali yo creo que puedo quedarme la vida entera. Es de noche pegajosa en ésta ciudad salsera caliente, que hierve despacio su sudado picante como su vida. Nos pedimos un aguardiente del cauca a Don Pedro - quién atiende el chuzo, la tienda de bebidas- estamos un par de metros debajo de la autopista y a un poco menos de distancia de una cancha de fútbol 5 en pleno pleito.
Yo digo soy del rojo y un caleño se acerca para mostrarme el gemelo derecho con el escudo del rojo de Avellaneda bien furioso. Nos dimos un abrazo y nos juramos amistad instantánea mientras tres fondos blancos de alcohol con ese diablo saliendo por la boca. Onomatopeya del me arde. "Independiente y América son amigos de por vida", me dijo ese Parcero dolinezco - el que pasaba por ahí- y entendí el puente apenas a 30 minutos de estar en Cali mientras el mareo del aguardiente nos fundía en la memoria del Palomo, Albeiro Usuriaga, asesinado en esa misma ciudad caliente 12 años antes de este momento. En su casa, otra esquina donde desafortunadamente lo pilló la muerte.
La esquina tiene el ying y el yang, pienso. Las caras de la moneda. La intensidad de la vida misma en un apenas cruce de calles. Ahí, en el cantero que aprendemos a hacer equilibrio y donde los árboles dibujan un arco de la imaginación en la que se hacen goles también con la mente que llena estadios eufóricos. La esquina del escritor Scalabrini Ortiz en la que un hombre -que son muchos- está solo y espera por ese Buenos Aires obrero de los 30 que uno conecta con sus abuelos mientras silba un tango oxidado ahora por los 2000. La esquina también prostituta, tiene sexo y un mural gigante a una cuadra de mi casa platense con una frase misteriosa: " existen muchos mundos pero están en este", y otros también se aman con un beso, mientras parpadean los faros para hacerles cine.
En otra esquina hay cine, casi un cinema paradiso en una mesa de billar, mientras un Carlos toma una ginebra y me recita diálogos del Padrino y otro Carlos en el universo paralelo de Sicilia celebra su aniversario de boda por aquel sur Mediterráneo.
Sur, paredón y después sur. Lo canta el viento con su voz arenosa que ahora suena más pankeke en una radio cultural que prendió su dynamo en 5 y 64.
Otros dos amigos más al norte: toman tinto y conversan en una gimnasia que es tejer con palabras nadaistas. Uno sirve dos tinticos para despabilar y el otro le da manivela a las utopías mientras mastica chicle que son cintas de películas esenciales, las que se atesoran bajo el catre del marinero cinéfilo empedernido y llegan a un pueblo con calle de tierra a darle carreta a los sueños.
Sigue siendo la esquina mientras se dan la mano, se codean y al unísono encienden un negro ellos dos, primos pero también socios del desierto, el amor y la picardía. Dos tipos en uno: el rufián melancólico. Una dupla o dos wines atemporales que son uno mismo, algo así como Bioy y Casares. 
Matías Kraber

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