La lisergia en Palenque

Palenque es el comienzo de Chiapas cuando se baja por la Riviera Maya. De la arena blanca al fango de la selva. Choque cultural que son una tómbola de milenios. Del caribe for export a la mexicanidad más honda, un cenote de cultura.
Un niño de una de las tantas comunidades indígenas de la región se cruzó en mi camino apenas bajé de esas busetas que hacen el recorrido del pueblo a las ruinas arqueológicas en las que gobernó el Rey Pakal desde el año 615 al 683 y convirtió a esta tierra mexicana que lleva el nombre español de las peleas de gallos o carrera de caballos. Sin embargo el nombre maya original es Lakan-ha: lugar en el que abunda el agua, poderosa agua,  me dice este pibe llamado Vladimir mientras vamos caminando hacia la zona de las pirámides y de fondo se escuchan unos monos que parecen leones en la profundidad del verde más frondoso. 

Hicimos un recorrido de una hora a pie por esos senderos de jardines mayas que exhiben el reinado de Pakal el grande: la pirámide donde está su tumba y de la reina roja, el templo del sol y de las inscripciones. Un pasto verde que parece una alfombra mágica y el contraste con el gris ancestral. Subí con el sol como meteorito en la espalda, cada escalón un montón de años. Desde arriba, la selva y las ruinas son un paisaje majestuoso. El silencio parece el guiño al inframundo: allí donde los jóvenes tenían una muerte temprana para honrar a los dioses. Aceptaban regar con sangre la pleitesía al Rey Pacal, el grande que paradójicamente era enano. 

En el inframundo estaba, después de Vladimir y su guía por este territorio sagrado. Serpenteamos de los templos a la selva. Barro en los pies, hilos de luz que se filtran por las ramas que son cabellos de medusa. Vladimir baja un fruto blanco que parece un insecto de una de las tantas plantas, y me dijo que si alguna vez me llegara a perder en la selva, comiendo este insecto frutal podré sobrevivir.  Después, me muestra los hongos que crecen en la humedad de esa tierra en la que parece crecer hasta lo imposible. Cascos blancos con pintas negras, los San Isidro que me guiñan el ojo a un viaje lisérgico sin precedentes. 

Primero,  el mareo. No era un mareo de borrachera o de cigarrillos fuertes.  No. Era una suerte de tsunami interno en el que me bamboleé por unos minutos y comenzaron a desfigurarse las plantas en verdes flúor y furiosos que se me vinieron encima. Después sentí un centrifugar y me fui volviendo enano como un duende. Veía la inmensidad desde abajo, una pequeñez que se asombraba de lo majestuoso de la naturaleza. El tiempo se hizo más lento: los ojos volvían a mirar todo con la inocencia del niño que comienza a contemplar eso que llamamos mundo.

Los labios no podían pronunciar palabras. Afasia y calidoscopio en la visión. Chispas, fuegos artificiales o rayos láser internos. Recuerdo que estaba mirando el sol a través la ranura de mi puño en posición de largavista, y de pronto el ultravioleta, el mareo y el tiempo del caracol. 

No sé cuanto duró, pero estuve la eternidad en los pies de una cascada de más de 10 metros. Me senté ahí y comencé a viajar desde el suelo. Sentí que el cordón de plata que se une con la tierra comenzaba a volver a enhebrarse. Me sentí insignificante: una partícula del aire, un pequeño eslabón de continuidad entre el aire y la tierra.  Cerraba los ojos, estiraba mis manos y mis pies: sentía que el puente de la humanidad se restablecía con la pachamama. 

En un túnel del tiempo, creo que estuve. Un túnel que jamás tuvo conexión con la dimensión real. No hubo reflexiones mundanas ni preocupaciones humanas. Nada. El nihilismo más espiritual que me tocó experimentar. Recuerdo el viaje en ácido cuando la panza me pidió la necesidad de probar algún alimento y saqué una naranja que había comprado en el camino. Mordí y la inyección cítrica en el paladar fue otra experimentación inaudita. 
Después, escuchaba voces en italiano. Me contaban de genealogías, de árboles y familias. Que la geografía era puro cuento. Que las fronteras, definitivamente, son mentales como me dijo el Parce. El parce estaba, también el Emi y ellos dos también hablaban en un italiano de Roma antigua. 

Me reía, reía a mis anchas y me miraba en el reflejo del agua dulce de la cascada. Después, me volví a sentar y comencé a apretar las piedras.  Las metía en mi puño y podía sentir los latidos minerales. El corazón de la piedra. 
Después, agarré un caracol que era un torpedo. Lo puse en la palma de mi mano derecha y lo observé un rato. En eso estaba cuando de pronto vi como el gusano asomó sus antenas desde el caparazón, sus ínfimos ojos y la expresión jubilosa de tener vida. 
Luego de la secuencia milagrosa, se fue la tarde. La cascada estaba oscura. Agarré mi mochila y me fui por un sendero de la selva hasta que desaparecí hasta de mí mismo. 









Comentarios

Unknown ha dicho que…
El tiempo del caracol... ahí en la selva profunda, donde todo es energía. Ahí es hacía dónde vamos. El Poder de lo Natural.
Abrazo panita y gracias por compartirlo.

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