Una mañana de nadies


Bajo de un bus de línea en la ancha avenida Libertador y el asfalto está mojadísimo. Es temprano: las 8 de un sábado y Buenos Aires amanece gélido. Los colectivos doblan por esta ancha avenida y parecen venirse encima. Por el sendero del parque, a mi derecha, hay dos pibes de unos veintitantos que se frotan las manos y luego encienden un porro que huele a tres metros a la redonda. Baranda a yerba rancia que se quema. Yo, camino siempre atento: las manos en los bolsillos y la mirada entre líneas bajo la llovizna. Después sigo y descubro el Sheraton con sus insignias en rojo allá arriba de un rascacielos que se incrusta en el medio de la desidia de este pedazo de ciudad que se llama Retiro dentro de la gran urbe que se llama Capital Federal.

Atravieso la cuadra del Hotel y bajo en dirección a la terminal de ómnibus. Algunos transeúntes caminan con sus paraguas. Pasa un señor de sesenta y bigotes que vende chipá:” chipa, chipa”, repite sin acento mientras lleva en su cabeza una compotera tapada con un nylon mojado. “Malabar paraguayo”, pienso y sigo. Frenar en estos metros siempre puede costar caro. Cuando llego a la esquina doblo en dirección a la izquierda en donde se encuentra la parada 129 del colectivo Plaza que conduce a La Plata. No hay nadie. La pequeña cabina de color rojo en la que debería estar un operario que recarga la sube y brinda informes, está cerrada con candado. Me sube un reflujo por las tripas, “el abandono duele”, pienso en este pequeño universo del sálvese quien pueda o arréglatelas como sea. Cruzo la ancha avenida Antártida Argentina que atraviesa Retiro y veo la fachada inglesa de la Estación de Trenes que dice Mitre F.C. Me mando en busca de recargar mi tarjeta pero luego de recorrer varias boleterías, todos 
me dicen  “estamos sin sistema”, con voz monocorde de computadora apagada. Sigue la desprotección y me vuelve a subir esa puntada ácida por el esófago. Sigo. Voy hasta la boca del subte de la estación Retiro y bajo los escalones que son un jabón de barro. Los cajeros son refugios: una mamá con un bebé en brazo están ahí, pueden estar desde la noche anterior. Yo, cargo la sube en boletería y vuelvo a subir al asfalto. Camino unos metros y me topo con un carro de cartones en la puerta a un submundo de otros. Freno un segundo, gatillo con la mente y con el celular tan rápido como un pistolero posmoderno. En la foto se ve un arsenal de cables que se enredan en las alturas entre dos construcciones de negocios de comida rápida en oferta y un pasillo que es el pasadizo a la Villa 31. El piso embarrado y con basura tirada. Dos senegaleses que me ven frenar y me interpelan: “Amigo, Sube cargan ahí”, me doy vuelta y les digo: “No, gracias”.

Apuro el tranco y sigo. Llego al techo de la parada 129 en la que frenará un Costera y tiro el ancla ahí debajo del pequeño refugio. Primero, soy yo solo: un nadie en un submundo de nadies. Después llega un señor petiso y una chica con campera de esquimal. Luego un joven y otra chica, y uno y otro hasta formar una fila que continúa a la intemperie. Somos un montón los que esperamos pero nadie nos informa cuándo saldrá el próximo micro que nos lleve a La Plata. Una hora pasa lentísima, casi de plomo, y yo le digo al señor:
-Nos tratan como unos perros y nosotros le damos de comer- enciendo un pucho y lo semblanteo.
-Al final los trabajadores somos nadies- me dice y la frase me entra:
-“Al final los trabajadores somos nadies”- repito y refuerzo el sentido mientras llega el micro y se oye una descarga de aire que abre la puerta del colectivo para irnos escupidos por la ciudad y su furia.

M.K

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