33 de visitante

La edad de cristo no es fácil. Tampoco creo que será mi cruz. No vi la muerte en el ojo de una bruja pero no la veo a dos cuadras a la redonda. No la veo desde este balcón que da a calle 63: un portón del Instituto de Menores donde bajan pibes encapuchados con las manos esposadas y escoltados por algún guardia de civil que conduce una camioneta Ford. No, no la veo. Pero si puedo hablar de la muerte como una energía que pendula incluso en cualquier situación viva: en el vaso de agua que burbujea al lado de la cama o en esta pared húmeda detrás del placard o en las flores marchitas del masetero o en la depresión del vecino con las persianas bajas.
Creo que hablar de ella también es nutrirse de su carga energética, casi como usar el gas metano de la mierda de la vaca. Porque sino aparece la electricidad de lo oculto. El lado caníbal de la sombra. La amenaza del instinto pero en nuestro perjuicio. El guerrero habla de la muerte, sabe que un día finalmente va a morir y es mejor estar atento que dormido.
Yo, a los 33 los encaro con un vaso de soda con limón y una chuleta. No sé si encuentro otra combinación más fiel de la felicidad. Pienso en los ápices: las polaroids de los instantes que nos roban las sonrisas o los mimos para adentro.
Pienso que el sistema es una gran cárcel de estandarización masiva: una cárcel dentro de otra cárcel. Cubos y cubos o cajas y cajas en un mundo al cuadrado en el que aprendemos a ser libres, o casi, dentro de una baldoza floja mientras nos olvidamos del círculo del universo. Pero nadie reniega casi, veo a muchos en una cinta mecánica hacia la inmolación de producción-consumo sin chistar. Veo a muchos caer en la tentación del tener mientras el mundo es cada vez más abismal. Aún vive Darwin en el siglo XXI.
Sin embargo, desde los 33, de pie y de visitante, veo que debemos hacer una pausa y enganchar para adentro al mejor estilo Garrafa Sánchez. Cambiar el ritmo hacia el pulso natural de uno mismo. Nuestro propio beat colectivo: una comunidad de viajeros de la vida en un rincón tranquilo. Fundar pueblos nuevos sin nombres de generales ni estatuas conservadoras. Volver a lo natural: al lado del mar, traslasierra, en la quebrada o monte adentro.
Tener agua de bomba, energía solar, relojes derretidos, escuelas sustentables y nuevos nombres a las estrellas.
Hacer poesía y ropa de lana, cantar coplas mientras cortamos el pasto y fabricar puentes con el vecino. Creo, a los 33, que algo tenemos que aprender. No todos, tal vez algunos cuantos a los que jamás nos entrará el uniforme de los que hacen fila india en la normalización de la especie.

M.K

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