Tiempos vivos

Los tiempos de viajes son tiempos vivos. Ahora miro por la ventana del bus y veo un llano verde interminable que funciona como fondo de pantalla mientras mi cabeza monologuea y creo que debo atrapar algunos pensamientos. Casi que cazar mariposas con una red.
Los Detectives Salvajes de Bolaños siempre me encienden la prosa, tira un fósforo en el yuyo seco y prende. Avanzo un par de relatos y me ubico yo en esa historia tan llena de pliegues y personajes que ruedan entre el DF y el mundo en derredor de vidas errantes y poéticas. Una milhojas en forma de libro.
Arturo Belano y Ulises Lima son los personajes análogos a los de la generación beat de Jack Kerouac al estilo de Dean Moriarthy y Sal. Sujetos cósmicos que se mueven de un lado a otro por la carretera de los Estados Unidos o por ciudades del mundo como Jerusalén o Tel Aviv, Barcelona o el sur de Francia en la vendimia de finales de febrero.
Me gusta la idea de novelar cada personaje que conseguí en el camino. Ellos mismos escribiendo en primera persona desde su sitio, al final de un día incómodo, o en el comienzo del descanso, frente a la computadora o un manuscrito con la actitud del diario íntimo que teje las historias porque arma un paisaje de personajes que se entrelazan. Son parte de un tejido complejo. Una red de amigos dispersos por distintas partes del mundo pero que vibran de manera similar empujados por los mismos miedos o utopías. Ahí están ellos, errantes, con la curiosidad literaria de adivinar la vida que tiene el swing del jazz improvisado.
Los italianos, Luiggi y Máximo, uno escribe una madrugada al final de una jornada de laburo en la pizzería en Melbourne y recuerda la tarde del ritual de “limpia” con una curandera de San Juan Chamula en el sur de México. El otro, en su pueblito a unas horas de Roma, hastiado de mantener casas que le permitan juntar los euros para viajar por el mundo y también se acuerda de México y del momento cuando el caballo -que lo lleva al mismo pueblo de Chiapas- casi lo tira de la montaña.
Tomás al final de una jornada del cine al campo en un pueblo rural de Boyacá mientras mira el paisaje verde desde la ventana y el horno de barro escupe humo que son pensamientos. Trata de atraparlos para un guión de cine. Escribe y luego deja los papeles pegados en la ventana para que se mojen con el vapor de la casa y derritan las letras y permitan la poesía nadaísta en un paisaje andino que aún guarda tesoros chibchas en tiempos neoliberales de Duque. “La poesía es resistencia”, dice su primera frase y la lee en voz baja desde su casa rural.
O esta lluvia de la foto que significa un mundo paralelo de cuadras que tienen un mar y un continente de distancia. Un aguacero que cae sobre el Example en Barcelona pero que también cayó por la esquina de 9 y 59 en la ciudad de La Plata mientras me atrinchero debajo de un toldo y me veo, completamente escindido, detrás de una ventana de un edificio clásico de puertas y ventanas alargadas, escribiendo una historia de anónimos perfectos.
M.K

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