Lazambik, mi eterno club rodante

De pibe fundé un club imaginario. Se llamaba Lazambik y era la combinación de letras azarosas. No recuerdo qué fue lo que tuve en cuenta para armar ésta palabra que parece un látigo ruso. Un golpe seco de consonantes como un buen contragolpe fabricado por Pavel Nedved. Creo que mi apellido siempre me invitó a flashearla. Ni siquiera supimos del todo nítida la historia del bisabuelo Kraber que llega a Montevideo en barco después de escapar de la guerra civil en Polonia en la primera década soviética. Sí sabemos que ahí se cruzó con la bisabuela Isabel de Ucrania y al tiempo juntos cruzaron el charco para vivir por el Abasto en Buenos Aires, por donde nació mi abuelo Héctor.  Después Sarandí, Villa Domínico y San José en las calles del partido de Almirante Brown, al sur del GBA.


Hace una navidad mi tío Marcelo me hizo un tour en su Fiat Fiorino por esas esquinas y fue un viaje en el tiempo.

- Ves, ahí jugó tu papá con los canarios- dijo el tío con ese tono amansado como de uruguayo mientras señaló un potrero con yuyos al lado de una iglesia evangélica. 


- ¿Los canarios?- pregunté yo desconcertado.


- Sí, le llamaban así porque usaban la camiseta de Brasil del 70.   

Yo nací en General Alvear-el centro de la provincia de Buenos Aires- casi un pozo en la llanura donde se llovió todo ese mismo año y los vecinos, algunos, juran que pescaban bagres y taruchas desde los pilares de las casas.  En 1985 -año de las crecidas en pueblos bonaerenses y del futuro para Marty Mc Fly- aparecí yo, en medio de una fogosa luna ariana. 

Con 8 años descubrí el placer de tirarme de cabeza en los placares del segundo piso de mi casa alpina y revolver cajas repletas de camisetas viejas. Ahora mismo, me veo como un gato por sobre ese túnel detrás de las puertas corredizas de maderas en las que se apilan decenas de cajas con indumentaria deportiva. Mi viejo director técnico -o un jugador crónico hasta su rotura de meniscos a los 51-, mi vieja: profe de educación física. Los dos armadores de equipos. Por esos escondites, rebosan las camisetas de tela de toalla con bastones albinegros del Club Comercio del pueblo, otras rojas y blancas como Pincharratas del club que fundaron los ingleses del ferrocarril en Alvear, una aurinegra de Almirante Brown; la de Botafogo brasileño con Coca Cola y una estrella estampada a la altura del corazón,  un plantel de rojas con los números en los dorsales y la de los canarios de Brasil con la número 7. También camperas rompevientos Diportto, Lecoq Sportiff, Adidas con el viejo logo y medias de mil combinaciones o kilos de vendas para armar un team de tutankamon.
Yo pescaba como los vecinos. Hurgaba en los rincones mientras mis viejos estaban en sus trabajos o mi hermano jugaba en casa de sus amigos. La Reina -una señora regordeta de unos 60 que trabajaba en casa- hacía mandados o cocinaba y yo aprovechaba a pescar con línea de fondo por los escondites.  

En los cajones de un cuarto de huésped en el que solían dormir mis padrinos cuando llegaban desde General Roca, había un escritorio en el que podías encontrar de todo como un almacén de ramos generales pero de objetos perdidos.  Yo, en plena siesta, me metía ahí cuando no había ninguna vigilancia cerca. Amasaba mis cagadas como Walter White y Jesse al cocinar metanfetaminas en la casilla rodante de Breaking Bad.  Me sentía un poco químico y artista. Pero una tarde descubrí la tinta china: una roja y otra negra, llenas hasta el tope. Fue una revelación. Mi hermano la necesitaba para la materia de Plástica por una manualidad alusiva del día de la familia. Yo contemplé el placard siempre en ese aburrido marrón caqui y me brotó un Charly García en la etapa Say No More. Hice un desparramo rojinegro en las dos puertas del mueble que comenzaba a gotear el piso encerado. Cagadón. Enseguida me recorrió un líquido corrosivo por las tripas y ganas de ir al baño. Aunque me dije que lo mejor era escapar. Estuve casi 2 horas en el resquicio de la persiana y el vidrio de una ventana que no se abría nunca en mi casa. Esas zonas muertas que existen en todos lados, como el codo de una cancha de fútbol.  Todo el barrio gritaba mi nombre, y yo ahí encerrado mientras escuchaba al tribunal de disciplina. Para colmo de la cagada mayúscula, los colores eran rojinegros como la casaca del equipo rival de mi viejo, el Deportivo Alvear.   


Sobre la caza y la pesca, todo un dilema existencial. Primero me identifiqué con la caza. Tenía otro vértigo. No sé. Amontonarse en la cúpula de una camioneta Chevrolet con un calentador para el mate, la petaca de los más viejos,  y de pronto bajar en un campo para que mi viejo o el gordo le apunten con la carabina a unas coloradas que revoloteaban por los palos de luz. Segundos después, el ruido del tiro y el corcoveo del viejo para atrás; seguido del desplume del ave y la caída estrepitosa al ojo de agua en el que sólo se adentraba un perro cocker prestado. 


Fui dos o tres veces con ellos. No mucho más. Pero con el tiempo me daba la sensación de pertenecer a esta tribu según ese experimento que usa Don Juan Maltus a Castaneda en Relatos de Poder. Bajo un efecto psicotrópico por el monte el viejo chamán lo exponía a la respuesta de su instinto de supervivencia más tribal: la caza o la pesca.  Una familia u otra.  
Yo también creo que en esas excursiones rurales de caminos de tierra, también me mostraron una metáfora de la vida. Tal vez sí, aunque después, me mudé a la pesca aunque no armé una línea o compré una boya cordobesa en mi vida. Pero se trató de una lenta transición que apareció con los años. Una escuela de la mesura.  Pasar del perro con el agua hasta la cintura, al bote en la laguna o la caña desde la orilla mientras silba la radio un partido de fútbol. Habré ido un total de diez veces. Pero mi viejo siempre invocó esa postal y siempre me pidió que escribiera de sus tardes infinitas de pesca con dos o tres de sus mejores amigos del deporte filosófico. 

Hace un año atrás, masticaba el tedio de esperar en el Banco Nación de calle 7  de La Plata cuando aparece Don Carlos. Él siempre aparece para ablandar los ladrillos. Alguna frase graciosa con el gesto serio como cuando me contó que tuvo que cambiar la cerradura del baño porque su gato, “el tipo”, me dijo, orina como si fuera humano. Carlos tiene esos chispazos de creatividad singular. Un dato que saca del baúl o  una analogía que sólo él puede fabricar. Esa mañana me habló del libro de David Lynch, Atrapa al pez dorado.  Me dijo que era sobre meditación trascendental y que usa el concepto de la pesca como la búsqueda de la creatividad. Si querés atrapar pececitos, te vas adentrar en aguas pocas profundas. Pero si queres atrapar un pez dorado, tenes que ir a la profundidad”. 


Cuando flasheé con la pesca también fue porque aprendí a jugar de 2. Yo ya no era el flaquito de 63 kilos que picaba en diagonal como wing derecho o llegaba hasta el fondo para echar un centro a la olla. No. Los hidratos de carbono de la vida de estudiante, sumado a los buenos litros de vino, me hicieron un gordito. Cada vez más. De 65 a 93 en cómodas cuotas de 2003 al 2019.  Y siempre en ascenso. Un globo de gas de la gordura. Primero pude darme el lujo de jugar de 5 en los torneos de la FUB (Federación Universitaria Bonaerense) en el que representábamos a Alvear todos los domingos y habíamos hecho hacer unas camisetas verdes y blancas como las épicas de Los Loros, la histórica selección del pueblo que enfrentaba a invencibles como Loma Negra de Fortabat. Pero a medida que engordé, bajé de un hondazo como último hombre.
Recuerdo el primer partido de Juanchy diciéndome mientras estábamos aburridos esperando un contragolpe del rival en la cancha del Campo de Deportes de la UNLP:

- Vas a ver lo que es reventarla bien lejos y gritar: “Saaaaaaalimooooooss”. Es el orgasmo del defensor- me dijo como quien quiere suavizar la realidad o convertirse en promotor de la empresa zaguero central.

Fue cierto. Sacar un bochazo al otro lado del bosque tuvo casi la misma sensación de un golazo de afuera del área. Distinto, pero una satisfacción hermosa. Grito primal de guerra. Después, cacé el oficio del 2: la lectura del juego, el cálculo para el cruce, la barrida para cortar un pase o al delantero que pensó que si la tiraba larga te pasaba. El quite limpio y el pase prolijo al 5 o al 10 para que la jugada llegue con agua potable desde atrás y pueda trasladarse al arco rival con riesgo. Saltar a cabecear e incluso ganarle a los grandotes lungos.
Me encantó. Sentí que algo de la pesca pude trasladar a este oficio de líbero en el que hay que saber esperar para anticiparse. O toca encarnar con corazón para que más adelante, más arriba,  pesquemos un pez dorado. 

Ahora ni siquiera. 


Hace unas noches sentí el vacío de no jugar. En el afán de bajar la panza me puse la pechera de organizar dos fútbol por semana. Tremenda tarea sobre todo cuando se arrima el invierno y tenemos más de 30.  Arrancó bien la rutina hasta que un jueves, en una maniobra de gambeta en la defensa, la zona del aductor sufrió una abertura sutil como si de pronto abriesen el cierre de una rompevientos. Terminé el partido en tres cilindros y logramos al menos una performance respetable, pero mi pierna quedó tan mal que por primera vez tuve que ir a un médico traumatólogo por una lesión del fútbol.
Jamás lo había hecho. Siempre procuré curarme solo. Pero esta vez, con los kilómetros contados de picados, me juré hacer los deberes para por lo menos llegar a jugar hasta los 50 como mi tío Marcelo en una cancha de papi de cemento en Rafael Calzada en la que oficia de arquero-volante o como mis parceros en Bogotá, que se operan las rodillas con casi 40 para volver a las canchas, además de ser buenos comentaristas por whatsaapp en nuestro grupo Amigos del fútbol.  Nos resistimos a ser los viejos críticos, aún soñamos con jugarlo.


La cosa es que salí de casa un jueves frío sin fútbol como el peregrino errático por las calles platenses para encontrar algo que compense la falta de insulina de la pelota. Llevo más de 15 años jugando al menos una vez por semana con algunos amigos que están desde el minuto 1 como el Chima que viene desde Moreno en camioneta para un partido entre nosotros. Poesía pura.

Caminé un par de cuadras hacia el centro y entré al único local de video juegos que queda en toda la ciudad. Hice una recorrida de buen 8 por todas las hileras mientras salteaba las cataratas, el flipper, el wonder boy, los de tiro y los mil de autos tipo Daytona. Nada. Ningún fulbito. Me acerqué a la expendedora de fichas, una mujer que parecía arrancada de un mostrador de IOMA, y le consulté:

-Señora, ¿No hay fulbito?- con un tono de nene desesperado.
- No querido, ya no hay más- me dijo como si yo viniera como Marty Mc Fly de 1985 a la era de las playstations 4.  Así que nada. Bajé la cabeza y pegué la vuelta para el barrio con la atención bien puesta de esos viejos cazadores de talentos porque tal vez pase un amigo o un transeúnte equis y me toque ficharlo en mi eterno equipo rodante. Al menos para cuando vuelva. O al menos para que el club siga su linaje. Siempre hay lugar en la lista de buena fe para clasificar pájaros de la pelota.


Por Matías Kraber

Comentarios

CUCAPATADA ha dicho que…
Pura magia viejo Mati. Gracias por abrirnos las puertas de tu infancia, de ese Buenos Aires que solo es posible conocer a través de un corazón. La llevaste de una banda a la otra para luego despejar largo para ese pescador de área que no desilusionó. Gran abrazo, amigo querido.
Arbolengo ha dicho que…
Un lateral devenido a dos con mucho beat en el manejo de la narración en la cancha. Sincopadamente, avanza con la pelota pegada a sus pies, levanta su cabeza y, en los dos puntos, casi a mitad de cancha, se la entrega levemente a otros que juegan y que cuentan. Gol.
Carusito que rest ha dicho que…
Impresionante este relato. Que viva el fútbol, los líberos y los libros

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