Sueños violentos




No sé cómo arrancó la conversación pero hablábamos como si nos conociéramos de toda la vida. Los principios son, muchas veces, menos recordados que los finales, ¿Será por eso que hay tantas historias que no terminan de ser comprendidas? Lo cierto es que ese extraño hombre que tenía enfrente de tan extraño me resultaba familiar. Lo sentía, de algún modo que no puedo precisar, como alguien cercano y confiable con el que se podía dialogar con la misma intimidad con que se monologa con uno mismo. No parecía ser mucho mayor que yo, tendría unos treinta años, pero cierto aire melancólico envolvía su figura y lo hacía parecer más viejo. Su barba descuidada y el pelo enmarañado le sumaban abandono a su, ya de por sí, deshilachada imagen. Estábamos en un bar pequeño en las afueras de la ciudad que bien podría pasar por tugurio sin temor a caer en confusiones; un par de mesas, mucho humo y poca luz le daban una presencia sórdida y de ensueño al lugar. Tampoco sé bien cómo llegué a un sitio semejante, no era de frecuentar bares y mucho menos beber más de una copa; en aquel momento acababa de pedir mi segunda cerveza cuando el tipo, no sé si de la nada o con una introducción previa que no recuerdo, comenzó su historia:
Al principio no me preocupé. A las tres semanas de estar casados nos fuimos con mi esposa a visitar a sus padres a Mar del Plata. Era febrero y desde que habíamos vuelto de la luna de miel no habíamos tenido un día de descanso, ya sea por nuestros respectivos trabajos en el consultorio o por amigos que deseaban ser agasajados por la nueva pareja de psicólogos o por detalles del hogar que no podían esperar a mañana para dejar de ser detalles. Guillermina era una mujer excepcional. Siempre llena de vitalidad, simpatía y un sentido del humor envidiable. Y era hermosa e inteligente. Muy inteligente, incluso mucho más que yo. Nos habíamos conocidos hacía cinco años en la Facultad; empezamos compitiendo un poco en el final de nuestras carreras para terminar traspasando dicha competencia al ámbito hogareño, previo noviazgo y puesta de consultorio en común. La verdad es que nos llevábamos de maravilla, pero en los últimos días, después de la luna de miel, ambos estábamos un poco estresados y decidimos, en feliz coincidencia, que un fin de semana en la costa nos relajaría un poco. El viaje fue tranquilo y en menos de cuatro horas disfrutábamos de la brisa marina y del ocaso cansino que se tomó su tiempo para que llegáramos a la escollera y la paz nos irradiara con su aura. Luego de una cena frugal con sus padres en el nuevo departamento, al que hacía unos días se habían mudado, nos dispusimos a descansar. La cama era de una plaza y había que compartirla puesto que mis suegros no habían previsto el detalle de que su hija fuera a venir tan pronto con su esposo. En fin, era una nimiedad y no tenía por qué ser un problema. Pero lo fue. En mitad de la noche un violento derechazo se incrusta en la suavidad de mi abdomen haciéndome gritar hacia adentro de dolor.
– ¿Qué hacés? – le digo, mientras la tomo por el hombro y se despierta.
– ¿Eh? – dijo, entre incrédula y dormida.
– Me acabás de pegar…
– Estaba soñando.
– ¿Y qué soñabas?
– No sé, tengo imágenes sueltas, aisladas.
– ¿Y por qué me pegabas amor, no te acordás?
– No sé; pero seguro que el golpe te lo merecés – dijo, y se dio media vuelta.
Al otro día no recordaba nada. Cuándo le conté la historia fiel a su costumbre se dobló de la risa y me dijo que me portara bien así no me volvía a pegar. En ese momento yo también sonreí, supuse que no había sido más que una simple anécdota del inconciente.
Dos semanas después, luego del cumpleaños de su hermana, borrachos de amor y champán, tuvimos sexo hasta terminar tendidos una encima de otro, extasiados, producto de esa mezcla de felicidad y cansancio que surge después de todo buen polvo. Inmerso en profundo letargo un dolor estomacal certero como un flechazo me hizo abrir los ojos y contemplar la oscuridad y sus estrellas. Rodillazos y patadas descontroladas me atacaban de manera defensiva como una mujer que se resiste a ser violada. No gritaba; yo apenas me quejaba, estaba tan confundido que aceptaba el castigo sin oponer resistencia. Al fin, pude sobreponerme y le di un par de leves palmadas en la cara.
– Amor, despertate – le digo, con la mayor dulzura posible.
– ¿Qué pasa…? – me susurra sorprendida.
– Otra vez soñabas, me dabas patadas y rodillazos como una loca…
– ¿Hey, qué me decís loca? Siempre lo mismo, provocás todo y te hacés la víctima. Me tenés cansada, dejame dormir querés.
– Pero Guille escuchame, estabas soñan…
– Basta Simón. Tengo sueño, mañana hablamos – me corta tajante y se duerme al terminar la frase.
Amanecí temprano y un poco molesto con el incidente de la noche. Guille dormía, así que fui a comprar el diario y unas facturas para el desayuno. El día era soleado y como todo domingo la ciudad parecía un pueblo . No se veían más que palomas. En el camino de regreso un chico de unos 12 años pasa a toda velocidad por mi lado con un arma en la mano y una bolsa en la otra; acababa de asaltar el supermercado de la esquina. Contrariado, sólo atiné a mirarlo. Apresuré mi paso y llegué a casa lo más rápido que pude: Guille me debía una explicación y una disculpa por lo de anoche. La encontré en el baño acomodándose el pelo. Estaba feliz, me dijo que era un bonito día y que por qué no íbamos al bosque a tomar unos mates y a leer y a disfrutar de la naturaleza. Le dije que sí y no le comenté nada de la golpiza. Parecía como que no se acordara de nada. Pensé que bueno, después de todo fue un sueño y seguramente me habló dormida. Es muy común, muchas personas caminan en sueños, emiten frases sueltas o conversaciones perfectas y al otro día olvidan todo como peces que diluyen sus recuerdos en el mar. Pero no; no estaba tranquilo. Su inconsciente se manifestaba con golpes y agresiones verbales de las que yo era tan culpable como el perro de sus pulgas. Encima, las pesadillas surgieron en las dos ocasiones en que mejor lo habíamos pasado desde que estábamos casados. Era extraño, no había motivos para que reaccionara o actuara de esa manera. El hecho de ser psicólogo y conocer los trabajos de Freud y, especialmente, de Jung hacía que la situación tomara otro matiz más allá de la mera superficialidad. Había un mensaje por interpretar. Ahora bien, yo no podía saber de qué hablaban sus sueños pues ella no recordaba nada al despertar. Una sesión de hipnosis me parecía lo más adecuado pero conllevaría el riesgo de que me tildara de paranoico; ergo, se pondría a la defensiva y sería más difícil dilucidar sus verdaderas intenciones. Cavilaba en la cuestión, no podía entender cómo el contenido manifiesto de su sueño se exteriorizara en una conducta tan amenazadora y llena de recriminación hacia mí. Es decir, si el contenido manifiesto está dado por las reminiscencias del día, las experiencias y los deseos reprimidos, ¿cómo era posible que cuando mejor la pasáramos se expresara de esa manera? Me era imposible encontrar el nivel simbólico porque no contaba con todo el sueño, sino con una pequeña parte, el resabio, en el que yo era el malo de la película. El significado, el contenido latente, me era velado por más que me esforzara y lo consultara con mis amigos, muchos de ellos también colegas. Lo que más me alarmaba era que yo siempre fui un ferviente defensor de Jung en lo que respecta al rol de la simbología onírica para interpretar el lenguaje de los instintos. En este punto mis temores crecían: Guille también era una apasionada entendida de Jung; pues bien: el método jungiano por excelencia para avanzar plenamente en la exploración del inconsciente es la imaginación activa. ¿En qué consiste este método? Consiste, básicamente, en un dejarse llevar, en un dejarse hacer psíquicamente, pero en un estado consciente de tal situación y asumiéndola intelectual y éticamente. ¿Se entiende, ahora, por qué crecía en mí un oscuro temor? La leve sospecha de que sus sueños fueran un campo abierto para indagar, con toda lucidez, acerca de sus obsesiones me asustaba tanto como me indignaba.
– ¿Amor en que pensás? –me dijo, al notar el nivel de abstracción en el que estaba sumergido desde que habíamos llegado.
–En nada Guille.
– ¿Cómo que en nada? Hace media hora que llegamos y no abriste la boca; estás con la mirada perdida y ni siquiera abriste el diario, ¿te pasa algo?
–A mí nada, ¿y a vos?
– ¿A mí qué?
– ¿A vos no te pasa nada?
–Simón amor, ¿por qué me va a pasar algo? Yo estoy bien; vos estás raro, desde que volviste del kiosco estás así, ¿En serio que no te pasa nada?
–No, estoy bien amor. Pensaba un poco nada más. Cuándo volvía del Kiosco un chiquito de unos doce años robó en el supermercado de los chinos de la esquina. ¿Qué locura, no?
Durante cinco días todo volvió a la normalidad. Ella hacía de cuenta que sus sueños no habían ocurrido y andaba más jovial que nunca. Yo, por mi parte, estaba demacrado. Por la noche casi no dormía en un esfuerzo de estar en atenta vigilia. Soportaba lo más que podía, pero al final el cansancio terminaba por vencerme. Esto me preocupaba, debía descansar durante el día para no dormirme a la noche porque ella me podría atacar en cualquier momento. Fueron verdaderos días de resistencia. Después del almuerzo siempre encontraba algún pretexto para escaparme del consultorio y me iba hasta la vieja pensión de don Osvaldo para tirarme un par de horas. La cosa no podía durar más, mis ojeras me delataban tanto como la pesadez de mis pies al caminar y el aumento de mi torpeza motriz. Ella se daba cuenta de todo, jugaba conmigo, me estudiaba, calculaba mi aguante y esperaba el instante oportuno para dar el siguiente paso. Su sonrisa, siempre simpática, dejaba, ahora, traslucir un brillo de malicia que me llevaba a desviarle la mirada en más de una ocasión. En esas ocasiones, ella fingía no entender nada y me preguntaba si estaba bien, si no me pasaba nada malo. Como si no lo supiera. Yo le seguía la corriente y le contestaba elusivamente. Le hablaba de cualquier cosa con tal de que ella pensara que tenía el dominio de la situación. Me decía que me veía mal, que me notaba raro y yo le decía que sí, que la inseguridad era cada vez peor y ya no se podía andar por la calle tranquilo, le decía que encima con esto de la inflación todo era más caro y cada vez había más pobres y más gente necesitada y que aumentaba la delincuencia y que adónde iba a parar todo esto. La farsa le gustaba; fingía estar tan preocupada como yo y me decía que no me hiciera tanta mala sangre, que no era mi culpa y frases por el estilo. Jugaba conmigo, ella era consciente de todo, no podía ser tan cínica. En esos momentos pensaba lo peor, ¿Hasta dónde pensaba llegar con ese asuntito de los sueños? ¿Si para ella yo era el problema, sería capaz de terminar conmigo? La palabra ruptura sobrevolaba con varias otras que referían al fin. ¿Qué pasiones dominan el inconsciente colectivo? ¿Qué se esconde en el rizoma que hace de la muerte uno de los fundamentos de la vida? ¿Es necesario que siempre la flor termine marchitándose? El ser humano dedica toda su vida en descifrar símbolos para llegar a la latente conclusión de que toda certeza está más allá de nuestro conocimiento. Sino, ¿cómo se explica que ella planeara borrarme, eliminarme de su vida y todo como parte de una gran terapia? Suena ridículo, lo sé, siempre son extrañas y risibles las explicaciones que no se sostienen con la más racional de las explicaciones. Pero era yo el que estaba viviendo todo el proceso por dentro, era yo quien había sido atacado en dos ocasiones mientras soportaba acusaciones fortuitas en la oscuridad que serían olvidadas y minimizadas con la mayor y más descarada naturalidad cuando el sol iluminara su cara…Era yo, a fin de cuentas, quien había sido constantemente estudiado, puesto a prueba en la más flagrante farsa en la que era atormentado de manera psíquica como un condenado a la silla eléctrica que cuenta los días de manera negativa. Mis nervios estaban al borde de una navaja afilada; nada podía hacer ya para disimularlo, había llegado a un punto en que era ella o yo. Pero usted me ve amigo – me dice el tipo refiriéndose a mí por primera vez en toda la noche –; ¿usted cree que yo puedo hacerle daño alguien? Uno de manera consciente nunca le haría daño a otro. Pero el inconsciente colectivo sí. El inconsciente colectivo que todos tenemos hace que dejemos de ser sujetos para convertirnos en objeto para todos los sujetos. Es todo lo contrario del yo, del ego. Esto, usted claro que lo sabe, no es idea mía: fue el mismo Jung quien lo postuló y fue esta una de las razones fundamentales de su ruptura con Freud. ¿Pero para qué le explico? A veces uno necesita hablar en voz alta para sentirse comprendido; aunque esté solo. La cosa es que yo no podía matarla; aborrecería y me arrepentiría de semejante acto por el resto de mi vida. No, no lo haría, pero el inconsciente colectivo suele ser cruel cuando gobierna de facto sobre pueblos sumisos. Así que me dejé llevar, lúcidamente, como un ciego por su lazarillo. Pasé toda la tarde, desde que salí del consultorio, recluido en la sucia habitación de don Osvaldo, concentrado en indagar mis pasiones, mis deseos reprimidos, mis experiencias claves. Estuve horas en ese estado de sumergimiento interno; luego, miré la cuchilla fijamente para que la reminiscencia fuera letal. Llegué a casa y Guille me esperaba con la comida. Me preguntó de dónde venía y pareció conformarse con mi mentira. Esa noche fue el día más feliz de mi vida. Me sentía liberado de un gran peso y en la cena me mostré con una jovialidad que Guille nunca me conoció; nos reíamos de cualquier cosa y nos besábamos con la tibia humedad de los besos perennes. Ella me decía que le ponía muy feliz verme tan bien y que me amaba. Yo también la amaba, y se lo dije. Hablamos mucho esa noche, creo que nunca nos conocimos tanto como ese día. Y nos reíamos, nos reíamos tanto que nuestros ojos vidriosos aprovechaban y las lágrimas le daban un sabor agridulce a las palabras. Esa noche no hicimos al amor, no hacía falta que la superficialidad invadiera la escena, no hacía falta que el sexo se hiciera pasar por el amor. La abracé y traté de retener su espalda inmortal en mi memoria; luego, volví a concentrarme en la cuchilla y cerré los ojos para soñar la más real de mis pesadillas.
– ¿Pero entonces la mató? – le dije al tipo e interrumpí la historia para hacerle la pregunta que durante todo el relato no me había atrevido a formular.
– No sé, cuando desperté ya no estaba y tampoco mi cuchilla – Me dice, y ni bien el extraño comienza a pronunciar esas palabras desaparece y soy yo mismo, más viejo, más cansado, con la barba descuidada y el pelo enmarañado, quien termina de contar la historia en la penumbra de una pequeña habitación sucia, solitaria y sin ventanas.
Por Emmanuel Burgueño

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