Uniendo Paraná y Nueva Palmira




Crónica en bote, viaje, Uruguay- Argentina

Un viaje en primera persona a bordo del velero spirit que cruzó los ríos hasta la República Oriental del Uruguay, después que la hermandad se puso en jaque. Después que Botnia se instale en Fray Bentos



En el velero “Spirit”, con una bandera argentina y otra del club náutico de Paraná zarpamos con retraso a las tres de la tarde río abajo. Los tripulantes del otro velero nos miran con resignación, ellos, que están listos desde las 10 de la mañana.

Con la documentación en orden y el rol listo estábamos en viaje. Era una tarde soportable gracias a la tormenta que cubría el cielo y las bebidas frías que no faltaron en todo el trayecto hasta Uruguay. El río estaba muy bajo, se sabía, y había que navegar con cuidado. Buscar el canal, las boyas y no perder de vista el ecosonda (usado para medir la profundidad bajo la embarcación), para no quedar calzados de panza en el barro, varados en un banco de arena. A media hora de salir nos pasó, y luego de algunas maniobras pudimos desencallarlo.

De a poco el viaje es un hecho. Las islas y la ribera van mostrando las canoas de pescadores amarradas en la orilla entre los juncos; el ganado de subsistencia pastando y algunas chozas y casillas se dejaban ver entre el monte de álamos, sauces y alisos.

El agua turbia y la correntada de río Paraná deja atrás los camalotes -esas plantas acuáticas flotantes de hojas grandes típicas del delta y la región mesopotámica- mientras sostiene con sus aguas cientos de barcos que llevan miles y miles de toneladas de cereales, oleaginosas y combustible hacia Japón, Corea, Marruecos, Finlandia y un sin número de países de bandera africana y de Medio Oriente.

Todos (me explica el capitán) navegan las aguas interiores con un “práctico”, un baqueano cuya función es garantizar profundidad y el curso del buque sin problemas por el canal, con la habilidad que merece su abultado sueldo.

En un momento me dicen que vamos a hacer noche en la ciudad de Diamante. Navegar de noche es peligroso porque hace años que la concesionaria “Hidrovía Parana Paraguay” baliza río, pero no se nota. En realidad lo que pasa es que “la empresa baliza el río pero los argentinos somos tan vivos que nos robamos las pantallas solares, las lámparas. En otras épocas cagábamos a tiros los carteles de las rutas y a veces me da vergüenza ser argentino”, me tira Curto, el capitán.

Pero el dato curioso es que la vía navegable es nacional, custodiada por la Prefectura Naval Argentina. La misma prefectura que presenta todos los días denuncias por robos en la Fiscalía Federal de Paraná, por citar sólo un caso.

Llegamos a Diamante que además de un puerto profundo cuenta con un reconocido Festival Provincial de Doma y Folclore, cuyos jinetes ganadores clasifican para la competencia máxima a nivel nacional en Jesús María, provincia de Córdoba. La ciudad le da la espalda al río y hay que recorrer unos dos kilómetros cuesta arriba para llegar al centro. Pronto logramos amarrar y pisamos tierra, cenamos y a la cama.

Amanecido

Me despierta la voz de José “Pepe” Curto -mi amigo y anfitrión- con un mate amargo cebado con yerba Uruguaya. Son las siete de la mañana y la jornada será larga. Salgo del camarote y llego a ver un pescador revisando sus líneas al alba. Me logro ubicar y como todavía no entiendo casi nada, agarro el termo y sigo el mate.

Antes de seguir un par de definiciones ultra básicas de manejo a bordo, de esas que si no te aprendes te tiran al río, mar y en lo que sea que vaya uno navegando: el abc, digamos:

Babor: Lado izquierdo de la embarcación mirando hacia la punta denominada proa.

Estribor: Lado derecho de la embarcación mirando hacia la proa.

Popa: Parte trasera de la embarcación.

Vamos aguas abajo hacia el río Uruguay. Aguas abajo, las boyas de señal rojas quedan a babor y las verdes a estribor. Aguas arriba es al revés.

Son las 9:32 de la mañana y la boya nos indica que estamos en Gaboto y “Pepe” marca el waypoint (coordenada que identifican un punto concreto en el espacio físico) en el GPS. La velocidad es de cinco a seis nudos y hacemos un kilómetro cada cinco minutos a marcha de motor. Velas no: hay viento de proa que no favorece la navegación.

Navegamos sobre el río Coronda y nos cruzamos con una barcaza arenera. Miro la carta náutica -a la que en tierra llamamos mapa- y no entiendo nada. Solo sé que vamos hacia El Dorado, donde continuaremos por el “guazú”, un brazo del Paraná que corre paralelo a la ruta mercante.

- ¿ Adiós barcos grandes entonces?- Pregunto.

- Vamos a ver- responde el capitán que no descarta posibilidades.

A vela

Cuando el ruido del motor ya era un compañero más del viaje dentro del “Spirit”, un Limbo 21, el silencio se rompió con una frase: “Y si subimos vela” , preguntó “Pepe” brotado por su espíritu de regatista buscando consenso. Se hizo un breve silencio; hubo un intercambio con el capitán en función de si esa “rachita” de viento se mantendría y se justificaba el ascenso.

En menos de un minuto lo estaba ayudando a poner la vela en cubierta, ajustando las drizas (cuerdas) para subirlas. Vela arriba, por casi una hora, fue el resultado de un preciado momento en el que todos navegamos. Sentí el poder del viento en los brazos al “cazar” (tirar) los cabos (sogas) que me obligaron a ponerme unos guantes para mis manos de teclado de computadora. Sentí placer; mucho, de sólo escuchar el velero cortando el agua. El viento inflaba la vela que empujaba con fuerza la embarcación, los tripulantes nos sentíamos equipo, combinados para las maniobras: navegábamos a vela.

Se hace el medio día y el polo industrial de Rosario desde el río es soberbio. Paramos a cargar combustible en una estación de servicio fluvial. Pagamos con tarjeta como en cualquier otra y seguimos. A nuestra derecha (a estribor, me corrigen cuando me olvido del lenguaje náutico), vemos el monumento a la bandera, la cancha del rosario central, “el gigante de arroyito” , con su balneario a tono azul y amarillo.

Pronto nos alejamos del centro y de su rambla. Sobre el mismo río que cargan combustible caro veleros, yates y lanchas de miles de dólares, de pronto el paisaje cambia. La rivera se vuelve menos turística, más pobre, olvidada, marginada, minada de casillas, autos quemados, niños expulsados del sistema.

La tarde se va y la noche casi es un hecho. Estamos llegando, pero pronto el ecosonda nos da un alerta. Titila, en signo de que no logra medir aun la profundidad, la distancia que nos separa del fondo. Nos indica que salimos del canal. Hay que estar atentos y agarrarse fuerte para no caer al agua o lastimarse. Si la quilla del barco sumergida a 1,35 metros tuviera vida, temería. Pronto modificamos la maniobra y corregimos el rumbo para ingresar en la bahía del Club Náutico de Villa Constitución por aguas más seguras.

Al día siguiente, la jornada terminaría dejando atrás Zárate y el gran puente. Después de un rato de no poder amarrar y con la noche ya sobre nosotros logramos entrar al Club de la Isla, en Brazo Largo, donde nos ofrecieron amarre de cortesía y pudimos cenar unos ricos sándwiches de jamón y queso con pan casero.

Dicen que todos llevamos un niño dentro y debe ser cierto: esa mañana todos desayunamos la leche chocolatada fría, de segunda marca con los motores ya en marcha y con el destino fijado en llegar al puerto de Nueva Palmira.

Ejercicio de rutina

Vamos a cruzar la frontera en un par de horas y es necesario informar, pedir autorización: hacer el trámite de migraciones para entrar en aguas uruguayas. Después de una hora y media probando en varias frecuencias de radio nos comunicamos con la estación de prefectura de Zárate y nos indica que hay un puesto en “Guazucito”, pero ya nos pasamos. Retroceder nunca, pienso. Intercambiamos posturas con Serra, el otro capitán a bordo del Velero “Perseo”, un hermoso barco (plenamar 24 con horza) de veinticuatro pies del eslora; es decir, unos nueve metros de largo.

Unos isleños nos dicen que hay un puesto flotante una hora río abajo en nuestro curso que nunca encontraremos. Pero ahí vamos. Ya las caras de la tripulación son otras. Después de tres días enteros arriba de los veleros todos queremos pisar tierra, descansar, hacer un poco de playa y comer un asado. Llevo el timón mientras Curto mira las cartas de navegación. “Pepe” revisa en el camarote los elementos de seguridad reglamentarios del barco. Dice que está todo.

Ya estamos en jurisdicción de la República Oriental del Uruguay. En aguas uruguayas, del río homónimo. “Birch Arrow” es el nombre del carguero general o “multipropósito” atracado en el puerto a estribor, cuya bandera no logramos identificar ninguno de los tres tripulantes del “Spirit”.

Es imponente, tiene seis metros de calado. Pasamos muy cerca (unos 15 metros) y el temor de navegante novato, me hace sentir que cualquier movimiento del coloso nos puede obligar a abandonar nuestra embarcación.

Estamos por llegar y la alegría nos invade. Aunque nadie dice nada, las caras lo dicen todo. El capitán se prepara para la maniobra y yo anoto en mi cuaderno; anoto que es mi primera visita a Uruguay y voy a llegar por agua, en velero. El acceso se acerca, el capitán gira para embocar el canal. A unos veinte metros de ingresar levanto la cabeza, y veo a un pibe pescando con un “tacho” (lata) en la punta de la escollera que nos indica la entrada al puerto de destino: Nueva Palmira.

Uruguayos y argentinos

Nadie que viva en Argentina o Uruguay puede escapar a la sensación de que algo cambió en la relación entre argentinos y uruguayos, luego de que la pastera finlandesa Botnia se instaló en Fray Bentos sobre la costa del Río Uruguay a unos 83 kilómetros (51 millas) de Nueva Palmira, aguas arriba de Carmelo. Por suerte, parece que los hombres estamos aprendiendo a sortear el viejo vicio de echarle la culpa al otro.

El hambre a bordo y el que juntamos en tierra nos obliga a buscar comida. Son las casi las cuatro de la tarde. Es la primera incursión al pueblo donde habitan unas 8 mil personas. Vemos una pizzería abierta y aterrizamos famélicos. Estoy sentado en una mesa de la vereda con mi amigo que ya pidió. Nos traen una cerveza de litro y un sándwich de chivito completo a cada uno. Lo muerdo y en el afán de saborearlo al mismo tiempo el cerebro se me bloquea, es increíble el gusto que le da al pan casero la carne, los huevos, el morrón y la panceta frita.

-Esto está terrible– digo, cuando me recupero.

-Pasaporte sellado- dispara “Pepe” y nos reímos.

Hace calor y tomo un trago largo helado. Doy otro mordiscón generoso y recién ahí puedo volver a levantar la vista para ver el Río Uruguay a través de un perfecto árbol adulto de Iberá Pitá. Esa postal, debe ser la mejor postal del la costa palmirense.

Decenas de jóvenes en moto que dan siempre la misma vuelta sobre la rambla, nos miran como gringos y dudo si pedir otro chivito o perseguir una uruguaya. Pero ya es mucho chivito y después del banquete local no estoy para correr a nadie.

El puerto fronterizo de Palmira -como la llaman sus habitantes- forma parte del Departamento de Colonia del Sacramento o simplemente Colonia, y está bajo la sigilosa custodia del ente de Hidrografía Naval. En ese mismo puerto uruguayo donde amarramos, comimos y dormimos durante cuatro jornadas inolvidables; en ese mismo puerto estaba atracado un buque de Botnia, recién llegado, cargando pasta de celulosa en fardos las veinticuatro horas del día. Que recuerdo del conflicto binacional, hasta en vacaciones.

Como olvidar ese momento en el que Jacinto Carbone, un hombre que habíamos conocido en la playa el día que llegamos, se acercó a nuestra mesa en el camping del puerto. Vino a vernos “especialmente” con toda su familia bañada y cambiada como para ir a misa y nos invitó esa misma noche a comer un asado a su propia casa: a los siete argentinos viajeros que en la arena confundió con uruguayos.

Y es que con los uruguayos los argentinos compartimos los gustos de hermanos: como el asado, el mate, la música y en verano (o todo el año) el vino y la cerveza. Nos ven como turistas, sí, pero también está aquello de que venimos del mismo lugar donde sus familiares y amigos pudieron encontrar un trabajo para poder vivir y mantener a sus familias. Nosotros lo mismo.

El barco de Botnia -cargó 7.500 toneladas de pasta- zarpó al viejo continente justo dos horas antes que nos volviéramos por tierra con “Pepe” a Argentina.

Solo agregar que conocimos Carmelo, a unos veinte kilómetros de palmira y que en sus playas pudimos ver descansar a grandes y a chicos; a jóvenes y ancianos, a turistas y locales. En Carmelo los autos dejan pasar a los peatones. Y como en todo Uruguay las monedas de uso corriente son los pesos: Los “argentinos” y los “uruguayos”, claro.

De la vuelta por tierra, nada nuevo. Los dejo con el gusto del chivito asado, la cerveza uruguaya helada; los uruguayos y las uruguayas, tan lindos como sus playas, tan lindos como nosotros y más también.

Por Manuel López Melograno
Nota publicada en el portal de Prensa del Mercosur (APM) 12-03-09

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