Comida con olor de club











Es resignarse a no perder las tradiciones del club, viste. Ese pequeño edén que nos recuerda quiénes somos. Te juro que me siento acá, en ésta mesa, y el recuerdo empieza a silbar una melodía nueva. Aunque siempre sea vieja. Me pida un pingüino de vino o un café de máquina o esta sprite que burbujea en el vaso y huele a medicina de domingo.
En la silla de enfrente hay un hueco como una pared que 
reclama un cuadro. Y el cuadro, Raúl, créeme, el cuadro puede ser infinito. Una novia, un amigo, un poeta, un transeúnte, una amiga de paso, un enemigo, el que come sólo mientras mira el partido de Boca. El que hojea el diario en la barra, la cara larga de la moza que piensa en la almohada más que en el menú.
Filosofía de la espera, Raúl. Mirar por la ventana y entrenar la nada. El quiosco de la esquina, siempre el quiosco de la esquina. Ahora con las persianas bajas dice en aerosol blanco: Lobo puto. Y otros garabatos del arte callejero que puede estar en cualquier esquina de cualquier ciudad latina. Paredes que tienen un mismo código. Acá o allá.
Sea La Plata, Rosario, Bogotá, Lima o Mar del Plata.
Afuera, unos autos pasan en cámara lenta. Casi cómo caracoles que se desplazan por un cantero. Un hombre se afeita con brocha, espuma y agua tibia. Se mira al espejo y va rasurando con paciencia los últimos pelos del domingo. Yo, Raúl, espero los ravioles con estofado. Como sí los cocinara la abuela. Mientras la sprite burbujea y éste club me sigue recordando quienes somos.



Matías Kraber 

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