Hotel España

Algún día terminarán en un hotel, lo sé. Lo sé como si lo hubiese visto en una película argentina de bajo presupuesto. Ella en el subte línea b camino a Medrano, y él pateando por San Juan al salir del trabajo.
Se morfa una pizza con mucha muzzarela en Kentuckys, mira por la ventana e imagina. La ansiedad de la sorpresa se amortigua con una pizza que sabe tan rica como el propio enigma.
Ella también piensa. Va agarrada del pasamanos del subte y mira por la ventanilla. Siente el bamboleo del tren y se deja arrastrar por la inercia.
Tiene los labios rojos y se los mira en el reflejo del vidrio mientras frota el labio inferior en el superior. Un segundo o dos dura su coqueteo hasta que yo capto el instante y quiero atrapar su mirada. Interponerme. Lo logro y ella siente que la despluman: se ruboriza. Siente la vergüenza en sus mejillas, porque es al mismo tiempo tan guerrera como carmelita descalza.
El amor en buenos aires puede ser subterráneo. Late por abajo de las baldosas y el hormigón. Hace el ruido de una sierra de carnicero cuando está por llegar a la próxima estación. Y después del ruido hay un instante para hablar pero habitualmente callamos. Cedemos el paso y la vemos perderse en el pelotón de transeúntes con prisa.
Él sale de la pizzería y se prende un cigarrillo negro. Le gusta la sensación de echar humo por la boca mientras los pensamientos se entretejen con el paisaje porteño de esos barrios que son otro tiempo. Otra época. Las atraviesa de a pie con el cigarrillo que se consume lento mientras ella, desde otro rincón de la ciudad, se sube a un micro, baja, mira la vidriera de un local de música, piensa que en su otra vida fue famosa "pero que bueno que esa vida pasó", se dice con la voz del pensamiento. Ahora es anónima y perfecta. Una chica tallada por el barrio: rock y tango, sofisticación cero. Glamour de peperina, "típicamente mente pueblerina", con mística y literatura.
Apura el tranco: son las 20.05. El frío de otoño empezó a surtir sus efectos, pero la adrenalina de la cita le bombea sangre caliente. Siente la furia fría del deseo y emprende los últimos metros a uno de los tantos hoteles porteños que se llaman España y por eso se vuelven albergues secretos. Refugios cómplices del misterio.
Él, espera arriba. No puso música porque quiere oír los pasos en el pasillo y después el sonido del picaporte bajando de repente que significa el principio del beso o el final del deseo.
Yo, lo observo todo desde el café de la esquina. Estoy atento con mi anotador en la mano: primero lo vi a él apoyado en el marco de la ventana impaciente, después se cerró la cortina y ahí fue la milésima perfecta donde empezó la historia.
Matías Kraber

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