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Me gusta que las canciones sean como pequeñas palomas que se largan entre vaya a saber que cables o que salvoconductos de la vida. Pero que se respire la telepatía, se larguen ondas como burbujas de amor e ideología. Sí, un caramelo agridulce abriendo cauces entre las redes. Un caramelo etéreo cuyo manojo de información sensible se vuelve un rebenque con una caricia. Un electroshock de vida con la saliva de la mística. No sé, digamos que algo oficiando de médium: enlaces, comas, paréntesis entre corazones que laten lejos pero que evaporan la lejanía en una canción de música.




Ahí va la canción entre nosotros con las manos que zurcen agujeros o baches del tiempo en vida. Ahí va la canción con su ritmo que es un galope antojadizo del jinete. Un corcoveo del alma, relincho, zapucay, mineral de la montaña que siempre nos invita a subirla, a bajarla, a contemplarla. Ahí va la canción mientras nos damos una mano con el cielo. Y es en el trance del cielo cuando aparece esa ruta de la escritura que cae del peñasco al abismo y silba sin darse cuenta en una fracción mientras se tira de cabeza a la nada. Y allí: me gusta agarrar la lapicera y el papel para que empiecen los sueños de tinta. Sangre azul de la transformación. Me gusta agarrar la lapicera y construir un planeta que tiene pétalos y espinas de este mundo, que es el tuyo y el mío. Me gusta que claves tu vista por la hendija de esta puerta y tu imaginación vuele, sea un venteveo en un cuarto que se llena de imposibles ciertos. El infinito en la tinta que lanza chorros de humanidad con la gota en el ojo del sudor de la calle, camino y voy cantando con una voz que es también la de todos un poquito porque viene del viento. 
Me gusta que la letra venga del oído a la mano, casi como una flecha que atraviesa por tuberías, juega un flipper con los sentidos y se vuelve alquimia azul en un papel que ya deja de ser papel y se convierte en una mariposa en prosa que te golpea el cristal del ahora. 

MK

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