Frontera de río

La frontera es apenas un bulevar con masetas, dos oficiales de gendarmería con hitacas que apuntan a un suelo de hormigón que continúa descascarado hasta el otro país. Un par de Skol y Póker de litro rotas y músicas que se entremezclan: de un lado Diomedes Díaz y del otro un forró de vaya a saber quién carajo. La transpiración de la selva en el medio siempre, una sensación de calor sublime que puede rajar las nubes en cualquier momento para que llueva por días que parecen siglos. Y ahí van ellos, sedientos pueblerinos de una frontera a otra: sobrios de Leticia que se emborrachan en Tabatinga -barro blanco en idioma tipu- mientras las motos que cruzan y el forró acaramelado suena sin respiro en un puerto selvático donde el Amazonas brasileño le abre paso al cauce colombiano y más allá despliega su brazo hacia Perú. Yo, llego bien patria grande: con un peruano albañil que viene de chambear en Manaus y moverse en barco significa de la casa al trabajo, y ella: Marcela, peluquera colombiana que vuelve a su casa de la selva después de meses en la capital del caucho donde la paga es buena.
Venimos de 6 días de calor en un barco en el que convivieron cerca de 400 personas entre hamacas amontonadas.
Hedor sudaca de poyo frito y pieles transpiradas, y yo no soy la excepción a la regla. Sudamos a coro mientras el calor del Amazonas nos derrite debajo de un techo de chapa y ahí nos conocemos, en la Santa espera de un barco que atraviesa el río más caudaloso del mundo en cámara lenta.
Marcela, se me presenta y mientras hablamos español se suma Alex, el peruano. El idioma y las ganas de conversar nos unieron los últimos 3 días de viaje hasta que llegamos al fin de Brasil. Marce está ansiosa por ver a sus hijas, desde arriba del barco trata de adivinar el rostro de su yerno y su hija más grande esperándolos en la plataforma rústica del puerto. No, no están y Marce se va poniendo triste mientras cargamos bolsos y bártulos con un sol que incendia espaldas. Tomamos un taxi los tres, salimos del puerto y lo dejamos a Alex en la esquina de la casa de su hermana. Nosotros con Marcela fuimos a la frontera, sellamos pasaporte mientras el coche nos esperaba en la puerta y después seguimos hasta su casa. Por el espejo vi que ella lloraba un poco, había entrado a su país después de meses y no había encontrado a nadie. La frontera se hizo sentir. El auto llegó hasta una calle de yuyos altos y un pequeño sendero de tierra húmeda que ya era lodazal. "Allá es mi rancho Matias, mi casa es tu casa", me dijo con acento cafetero, yo agradecí y le dije que se quede tranquila, "hoy festejaremos Navidad", mientras un acordeón a todo volumen sale por la casa de los vecinos y las comadres comienzan a asar sus sábalos y boca chica moqueados- envueltos en hojas de plátano- con mucha yuca y arroz en leche de coco. Ya estamos en Colombia le digo a Marcela y a ella ya no le lloran los ojos.


MK

Comentarios

Entradas populares de este blog

Vidas de porcelana

Aquel Peronismo de juguete- Osvaldo Soriano

Al Abrigo, cuento de Juan José Saer