La eternidad de Bogotá a Medellín



                                                                                 













De Bogotá a Medallo

(Al Polaco)


444 kilómetros serían pero ni puta idea. El tiempo y las distancias pueden variar como el propio clima del altiplano cafetero, de repente el sol y a los segundos la lluvia fresca. El culebron también sabe de pronósticos. 
Nosotros –el polaco y yo- dos gauchos pampas que pensaron un viaje de Buenos Aires a Mar del Plata por ruta 2 en un colectivo cualquiera con aire acondicionado y alguna película pochoclera para amainar la ansiedad en viaje. De Quito a Lima alguna vez fueron todas las Rocky juntas hasta el éxtasis de ser los ojos de un tigre que salta en un pasillo dormido de peruanos.  Mas no será éste el caso, el bus ni siquiera tenía televisores.
Pero ahora es un lunes brumoso en Bogotá. La noche anterior fue la resaca del primer puente consumado: la peña y el parche alrededor de dos guitarras, una antorcha que se prendió y mucho guaro. Aguardiente pal chofer dijo Dairo con ese humor que conduce parches entre risas,  los Cadillacs, Manu Chao, Charly y Carlos Vives.  Tres amigos argentinos y cinco parceros colombianos conectando sus cables para pasarla rico. Pura rumba que al otro día hace latir las sienes y en ese bamboleo entramos en la terminal de Ómnibus de Bogotá con el Polaco y miramos el gentío. Una mujer guapísima de Armenia con el pelo largo hasta la cintura, la suavidad de las clinas equinas que se llevan a Europa o le ponen presencia a nuestros desfiles tradicionales por las plazas principales en días patrios.  Velocidad, apuro en un espacio que sabe a cigarrillos apagados junto con maíz rancio y nosotros en cámara lenta para sacar un boleto de la capital a la Ciudad de la Eterna Primavera. El primer movimiento Tierrita adentro. 
“Medellín, Medellín, a 45.000 colombianos, aquí a la orden”, grita con una voz de payaso difónico un petiso que parece un boxeador mexicano. Ese bigote mosca y la simpatía exacerbada que siempre infunde desconfianza. Pero El Bolivariano y otras empresas más paquetas ya estaban colapsadas. “No hay otra, toca éste”, me dice el Polaco y yo asiento. Dos tickets y a la experiencia por la ruta 56 a las 23 de un lunes brumoso rolo o cachaco.
Serían más tardar 12 horas dijo el boxeador mexicano que nos vendió los boletos y después cerró su puestito con llave y se subió a un colectivo del andén 5 a conducir nomás.
- Ustéd también maneja?
- Pues sí, quién más sino. Suba que tenemos un viaje largo- dijo el payaso ahora más chofer de pocas pulgas.

Subimos. Un asiento al fondo, el polaco al pasillo y yo contra la ventanilla. La guitarra en la parte de arriba del asiento y nuestras mochilas en el buche con el resto de los equipajes.
El colectivo salió entre bocinazos del terminal de transporte, dio una vuelta manzana y allí en una garita tercermundista aguardaban una fila de manes, algún matrimonio con hijos, para subir parados en un viaje que pasó a ser gótico en un minuto y dos cuadras. “Suban, suban”, decía el chofer y les cortaba un papelito como una rifa casera.
Subieron envalentonados, prendidos, como quienes entran al estadio a ver a su equipo –pongamos El Verde o el Millonarios- mientras el pasillo del colectivo era oscuridad pura con los flashes de las luces de mercurio de las calles de Bogotá que comenzaban a ser más periféricas y a fundirse con la ruta 56. 

Polaco y yo mudos y los ojos de águila prendidos. Carcajadas largas y ruidos de botellas que chocan en brindis permanentes. Se amucharon en una puertita que daba al camalote del acompañante del chofer e hicieron trinchera. Un barranquillero hacía honor al apellido de los loros que todos conocemos y echaba lora, “que sí, que no, que yo soy más fuerte" y un toro que empieza a largar su adrenalina por las fauces.
Otros dos más sigilosos hablaban muy despacio mientras se sujetaban de las barandas. Uno de ellos miraba la guitarra que estaba bastante más arriba que nuestras cabezas.
Yo me clavé a mirarlos casi sin importarme las posibles consecuencias de una mirada que se detiene en los ojos de un desconocido en un país que aún nos era ajeno.
Los ojos luchaban contra la oscuridad del micro hasta que finalmente se cerraron y la película cambió como un salto a la cascada del otro día.

Ruido de moscas contra la ventana. Calor pegajoso. “No sé ni donde carajamo estamos”, me dice el Polaco. Yo me refregué los ojos y miré por la ventanilla del colectivo: afuera camiones y camiones en el costado de la ruta, esos camiones yanquis que asustan con trompas metálicas que pueden devastar contra lo que se ponga enfrente.
El colectivo nuestro frenó porque más adelante había un control policial y el boxeador recordó que tendría que pagar una multa alta si descubrían los ilegales que viajaban en su empresa.
Los tumultuosos de la noche estaban despertándose. La guitarra por suerte seguía arriba de nuestras cabezas, y el loro barranquillero rompió el hielo:

- Eh, vos, argentino, ¿por qué no te pones a tocar algo para nosotros?
-  ¿Yo?- respondo con la timidez del que se hace el otario.
- Sí, vos, ¿cuántos argentinos más que ustedes van en éste colectivo?- dice el loro y todos se ríen como los reidores de un circo que le rinden pleitesía a su bufón.
- Eh, bueno- dije y me paré en un micro que volvía a ponerse en marcha. Me tambaleé y volvieron a reírse. Me sentía el viejo Dalhmann del cuento de Borges cuanto los gauchos federales en una pulpería comenzaban a burlarse de él en absoluta desventaja y sale al campo a responder con un cuchillo que era lo mismo que empuñar la nada. Pero confié en la guitarra, no era empuñar la nada. Desenfundé y miré al público que comenzaba a darse vueltas de sus asientos para aguzar el oído y distinguir la guitarra y la voz detrás del rugido de un motor oxidado de un mercedes viejo.
Canté un cuarteto de Rodrigo. Pensé que sería cortar en diagonal hacia su cultura, algo parecido que les diría que no éramos argentinos de pechos inflados que en esa condición de visitante muchas veces pueden ser carne de cañón.
Creo que dio resultado: aplausos que siguieron el ritmo, el matrimonio y sus hijos contentos como si hubiesen esperado el momento, el loro riéndose y avivando el fuego.
Después del aplauso general se me vino una chacarera de Peteco a la cabeza y la solté como un caballo hereje santiagueño por las sabanas. Hubo rareza primero, pero después festejo.
El barranquillero pidió la guitarra, se la pasé, y comenzó con vallenatos azucorados que pusieron melosas a las pocas parejas y dieron más sed de guaro a los secuaces tumultuosos.
Después de 2 o 3 vallenatos me retó a un contrapunto y aquí volvió la tensión de Dahlmann en el campo. El descanso cultural que a él lo agrandaba y a mí me retenía en una ira silenciosa de visitante. En esa dialéctica ya un poco pesada estábamos cuando apareció Zambrano. 

Sí, no recuerdo su nombre pero sí su apellido: Zambrano, nos dijo como amortiguando las palabras y se presentó como un ángel de rastas que baja del cielo o de adentro del mar azul caribeño.
“Yo vengo a defender a mi amigo argentino, porque somos hermanos de este mundo latino, y en este mundo adivino que no existen diferencias, sólo barreras del miedo a la muerte, y aquellos que tienen suerte, echan su mundo a volar, para creer en las montañas, para regar esperanzas, sabias, calmas que se abrazan en estos cantos de la sapiencia del alma”,
Cantó Zambrano y apagó con agua bendita de su mar de Barú esas llamas del ego absurdo.
Después de su rap el colectivo quedó celestial. En mute. En armonía. El polaco y yo no tuvimos más que arrimarnos a ese imán que Zambrano irradió desde su rap celeste, Zambrano fue como el enviado para protegernos y tejernos un puente que, hasta entonces, desconocíamos. 

“Mi casa en Barú los espera, cuando quieran. Allá vivo. Soy músico, hago rap y reggae, un gusto sería recibirlos por mi tierra”, dijo Zambrano y nos golpeó las manos en el saludo universal de la playa.
Bajamos en Medellín, nos despedimos con un abrazo, y los otros tumultuosos querían ser nuestros amigos. Que tomemos un guaro para festejar en una tienda de la terminal de buses. Con el polaco nos miramos y dijimos que sí. Al fin de cuentas después de tanto voltaje en un bus habíamos logrado una extraña amistad con los tumultuosos que ahora parecían adorarnos y darnos la bienvenida a su tierra.
Aguardiente al palo, dos botellas de antioqueños, una jarra de agua helada para acompasar el trago y mangos con sal cortados en un plato como unas papas tropicales.
La primavera florecida: unos casi 27 grados y un aroma de fiesta en las calles por la navidad incipiente. Luces en los árboles, guirnaldas en las casas y en los negocios, el parpadeo del dios colombiano parecía estar ahí en ésta tierra donde murió Gardel.
“Bienvenido a Medallo”, gritó el loro y su amigo un bigotón de gorra de beisbol agregó “bienvenidos amigos”, en un fraseó resbaladizo.
“Salud”, dijimos nosotros y tras unos 4 o 5 vasos de guaros en sangre salimos con nuestras mochilas a buscar una cama tras casi 18 horas en una aventura de colectivo.
El sol se iba apagando y la noche de Medellín desde la altura del metro se veía alucinante.
Mareados, borrachos, pero felices, supimos que entrar en tierra paisa sería un viaje de ida porque tocar la primavera eterna, sería probar el infinito.  
Por Matías Kraber 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Vidas de porcelana

Aquel Peronismo de juguete- Osvaldo Soriano

Al Abrigo, cuento de Juan José Saer