La pesca del silencio



La inspiración no es un pájaro que te picotea la cabeza cuando dormís y eyectado hacia al sillón te atornillas a escribir lo que te sopla la oniria o la lucidez del entresueño. Entrelínea de dimensiones. No. Hay momentos sublimes así pero son contados con los dedos de una mano. La mayoría de las veces hay que prepararse como quién va a pescar o a cazar: botas de goma o zapatillas 4 x 4, rompe vientos, repelentes para mosquitos, la silla cómoda tipo director de cine, el mate, algún yuyo o brebaje lubricante y la caña con el reel.
Después, el silbido de la tanza que se desliza como una yarará por el aire hasta el glup de aterrizar en el fondo del arroyo. La plomada en el agua que rompe la gravedad. Giras la manivela y recoges tanza para que quede más tirante la línea ante el eventual sacudón de un pez. Filosofía de la espera. Estar ahí, quieto o casi, conectado con el universo, los pájaros que envuelven el paisaje con sus cantos en sincronía, las chicharras que taladran el silencio y el pequeño barullo del agua que corre como un paréntesis. Uno, ahí, que mira la línea quieta y le manda magnetismo para que se mueva. Se inquiete. Aparezca el momento equis de encañar primero suave, después arquear la caña para que el anzuelo penetre en los labios o el paladar a ese pez que confundió comida con carnada. Ilusionismo práctico.
No sé cuánto de espera. La que no se cuenta. La que queda eclipsada por el ritual de estar ahí con todo el estímulo alrededor, con el paisaje adentro como el buen paisano según Atahualpa, mientras el pez o el pájaro nos picoteó la cabeza y no quedó más remedio que apretar el gatillo de la magia. El don artesano del que se animó a pescar, al menos, un pedacito del silencio.
M.K

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