En un país llamado soledad



Crónica sobre un idealista que se arrincona solitario en una casa de las periferias de Lobos.



La casa está al final de una calle de pedregullo. Un camino de material serpentea hacia la puerta de madera, y las ventanas están ocultas detrás de unas persianas antiguas. Son las cuatro de la tarde de un domingo, y la voz frágil de Silvio Rodríguez es la única música que se respira en el barrio.
- Golpeá fuerte las manos, porque no te escucha sino.- Me dijo una vecina sentada en una banqueta detrás de las rejas de su casa.
-
Julio camina con los pasos pesados hasta la puerta y me invita a pasar con una sonrisa ancha en la cara que después de unos segundos se difumina.
- Estaba en mi cuarto, menos mal que golpeaste fuerte las manos.- Habla con un cigarrillo en la comisura de los labios, mientras señala una silla de metal para que tome asiento.
El living está pegado a la cocina. En las paredes hay un retrato gigante del “Che”, un cuadro de la Habana revolucionaria y la cara de Lenin en blanco y negro detrás de un vidrio cubierto de polvo. Julio pone el cenicero en la mesa y se deja caer en la silla, mientras espera que grite la pava para empezar con el mate.
- Estaba leyendo un rato algunos cuentos de London. Por lo menos me trasladan a una realidad bastante lejana a la nuestra. Hay veces que conviene no pensar por un buen rato.- Habla con precisión gramatical, respetando tiempos, mientras fuma y mira por la ventana-.
Él dice ser rojo, y lo enfatiza con el pecho inflado. Vivió algunos años en Europa empujado por la dictadura más sangrienta del país. Volvió varios años después del retorno democrático, pero bastante lejos de la Capital; prefirió eximirse del ruido y de esa urbanidad insensible que perpetua políticos infames. Llegó al pueblo de Lobos ya jubilado, con una modesta pensión de comerciante, sin hijos ni esposa, sólo un pilón de libros y discos embalados en una caja.
- En España se puede soñar. Es factible un triunfo, porque persisten idealistas comprometidos. Persiste la ambición de cambiar el mundo.- Julio larga una bocanada de humo y se toma un tiempo para volver a hablar con la voz ronca- Acá es distinto, te diría que desde que existe el peronismo es distinto…y desde que muchos no están es distinto.

Julio no puede hablar de Perón sin que se le hinchen las venas. El propio término lo altera, le cambia el tono de voz en milésimas de segundo y el clima adquiere un aroma tenso. La simple mención del líder de un movimiento que destiñó la fecha para los admiradores de la revolución rusa, le acarrea un sinfín de recuerdos que prefiere ahogarlos en el olvido para amainar la punzada filosa de un dolor irremediable.
- Fue un fascista y hoy todavía le rinden culto. Que fácil lo disocian de los nazis que aterrizaron en Argentina, que fácil lo eximen de la tortura y ese autoritarismo encubierto que apretaba a los que pensábamos distinto.- Julio habla y la voz retumba en las paredes como un sermón imperativo- pero que se le va a hacer, tenemos un país de “alpargatas sí y libros no”.

Paradójicamente Lobos es una ciudad con alta graduación peronista. Pero Julio tenía una casa que heredó del tío abuelo y era la única propiedad que poseía en el país. Por eso aterrizó en la ciudad del nordeste de la provincia de Buenos Aires. Una ciudad partida por dicotomías: los peronistas y los radicales, los católicos y los evangélicos y los de “Salgado” versus los de “Atlhetic” en el ámbito caliente del fútbol. Detrás de esas divisiones está Julio solitario en una casa desértica instalada en las periferias, ensimismado en sus libros y música como un “contrero y loco” tal como lo injuria la gente del pueblo.
Los abrazos de Julio son semanales, y aparecen en puño y letra inmersos en un sobre que tiene correspondencia de España. “Son algunos amigos que me quedaron de aquel lado del atlántico” cuenta con los ojos vidriosos señalando un montón de cartas que están dentro de un baúl de madera.
El crepúsculo marcó la hora de irse. Julio se paró de la silla y quedó mirándome detrás de sus lentes con el color nostálgico de la despedida. Conversó plácidamente después de demasiado tiempo y la tarde fue la más efímera de todas.
- Hasta la victoria siempre.- saboreó las palabras mientras permanecía de pie pegado a la puerta.
Luego entró a su casa y retornó Silvio al barrio para decirle que no estaba ni solo ni en silencio, y esa música prevaleció cuando me fui del barrio.

por Matías Kraber

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