La Historia de un apellido con revancha


Crónica familiar realizada en el marco del seminario de periodismo y literatura.

“Como gasto papeles recordándote
Como me haces hablar en el silencio
Como no te me quitas de las ganas
Aunque nadie me vea nunca contigo” Silvio Rodríguez, Te doy una canción.

Escapó de Cracovia una mañana de mucha nieve, durante los febriles años del fin de la primera guerra mundial y el triunfo de la revolución rusa. Su nombre era el mismo que el líder del movimiento bolchevique: Vladimir Ilich (Lenin), un personaje político que no digería por la guerra polaco- soviética y por su verticalismo arrogante anti- anárquico. Su apellido sufrió diversas mutaciones con el transcurso del tiempo, pero algunos descendientes directos señalan que pudo haber sido Klemer. No obstante la incertidumbre forma una muralla enigmática y misteriosa que impide poner etiquetas.
Vladimir Klemer era un hombre rudo, de piel rosada como una uva, cuerpo fornido y ojos color miel. Le gustaba la vida nocturna de tertulias privadas donde se discutía arduamente de política, y tenía una fascinación por los amores efímeros que le dejaron varios hijos dispersos por el territorio de una nación donde emigraría como polisón de barco en 1923: la República Argentina.
Su último año en Polonia lo vivió asilado en un sótano oscuro y tenebroso de una casa de familia, comiendo migajas que sobraban en el almuerzo y esperando que no haya “moros en la costa” para fugarse por los océanos a una América del sur que alojaba europeos con alfombras rojas y brazos abiertos.
Pregonó ideas anarquistas hasta el final de sus días, y se supone que esa condición ideológica lo obligó a escabullirse de las guardias policiales de su país. No le creía a los modelos políticos subyacentes de la revolución francesa porque eran fetiches o escenarios mentirosos de pluralidad con una dominación y desigualdad encubierta que sometía a los pueblos a la injusticia, y contra eso él levantaba su puño de lucha. Fue un campesino laborioso, un guerrillero de sangre fría, un empleado rural que dedicaba dieciséis horas del día al campo para aportar con cuentagotas con la comida de una familia de siete hermanos pequeños, un padre borracho, y una madre ama de casa.
Aquella mañana de Enero partió por el mar báltico en un barco de carga desde el puerto de Utska, ciudad del norte polaco, que se dirigía a Centroamérica. Luego de noches a la intemperie, durmiendo poco y mal en las costas atlánticas del caribe se filtró en un buque que transportaba azúcar a Uruguay.

Montevideo: sede de una pasión aventurera

Isabel Pita había llegado hacía algunos meses a la capital de Uruguay junto con su madre, huyendo de una era de hambruna de la ciudad Rumana de Bacau. Ella tenía el cabello dorado como una moneda recién acuñada, la piel blanca como el papel y ojos celestes. Se dice que fue una señora metódica, con una paciencia infinita, pero que jamás logró superar la tristeza del destete con su tierra.
A Vladimir lo vio una mañana en una reunión anarquista que asistió con su madre en el café donde concurrían inmigrantes eslavos. La atracción fue instantánea y recíproca: ambos se miraron fijamente por largos minutos en los intervalos del debate en la mesa del bar. Pactaron una cita secreta que se concretó una tardecita de verano en las orillas del Río de La Plata; y allí comenzaron un romance fugaz que cruzaría las aguas hacia Buenos Aires para morirse años más tarde en las calles del barrio de Remedios de Escalada.
Isabel tuvo una rápida aprobación de su madre para marcharse con Vladimir a ganarse la vida en la vereda de enfrente del país oriental, donde algunos grupos sindicalistas fuertes, de parentesco ideológico, podrían incorporarlos en fábricas.

La Argentina de fobia revolucionaria

El proyecto de la Argentina moderna terminó de materializarse con la expropiación de tierras aborígenes bajo la sanguinaria batalla contra el indio que comandó “el zorro del desierto” Julio Argentino Roca. El PAN ( Partido Autónomo Nacional) o la denominada generación del 80, una escueta minoría oligárquica que gobernó el país por veintisiete años agigantando su poder mediante el fraude, caudillos rurales, corrupción y la riqueza de un “granero del mundo” que alimentaba a los nuevos dueños de la tierra; libró una segunda guerra cruenta contra el inmigrante de “ideas díscolas”.
Argentina se pobló bajo las consignas de Bautista Alberdi de inmigrantes europeos, mayoritariamente provenientes de Italia y España, y no de la Europa nórdica como pretendía Domingo Faustino Sarmiento. El primer censo que se desarrolló en el país en 1869 marcaba un total de dos millones de habitantes, y sobre el final de la primera guerra mundial más de la mitad que vivía en la Provincia de Buenos Aires era extranjero.
La política inmigratoria rebalsó las expectativas del PAN porque acarreó la aparición de obreros con una fuerte carga ideológica que pretendía reorganizar un sistema político carcomido por el egoísmo, la codicia y la corrupción. Así fue que empezaron a materializarse los grandes gremios y sindicatos que nucleaban a trabajadores del ferrocarril e industrias de base, agrupados en la FOA (Federación Obrero Argentina) primero, y en la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) después; CORA (Confederación Obrera Regional Argentina) entre otras.
Este ejército de gente extranjera se radicó en las periferias de la Capital Federal o el conurbano bonaerense, en conventillos altos y numerosos donde padecerían el hacinamiento y graves problemas de higiene. Un crisol de etnias cuyas insignias políticas se emparentaban con el Anarquismo, Comunismo y Socialismo por un lado, y por otro, una fracción minoritaria en Buenos Aires que se abrazó a la causa de la intransigencia de Alem e Irigoyen en la UCR.
La lucha que se libró entre los sectores progresistas extranjeros y los denominados patricios, serviles con Gran Bretaña, contó con innumerables episodios tétricos. Joaquín V. González y Miguel Cané fueron dos funcionarios de la generación del 80 que diseñaron las leyes de residencia y defensa social que expulsaba a todo inmigrante que aterrizara en Argentina con “ideas díscolas”, censuraban toda reunión política con contenido anarquista y limitaban el accionar sindical; cosa de mantener callada a la plebe sin que estropeen su poder político, sin que manoteen un pedazo de torta.

Una vida con gusto a tango

Llegaron a Argentina durante el crudo invierno de 1923, y Vladimir tuvo que registrarse como un tal Horacio Kraber para disociar toda posible conexión con el partido Anarquista porque podrían deportarlo a su país. Y así empezó a escribir una historia desde otra identidad, desde otro país; pedazos de historias de muertes y resurrecciones que lo irían desplazando a una vida sombría y solitaria lejos de los hijos, los nietos, la revolución y su tierra.
Isabel y Horacio alquilaron una pieza modesta dentro de un conventillo sucio donde convivían familias italianas, turcas y húngaras. Se instalaron al sur de la ciudad autónoma de Buenos Aires, en la localidad de Remedios de Escalada entre Banfield y Lanús.
Vivieron un romance de tres años intensos. Tres años que se consumieron con un trabajo forzoso en la industria y noches de tango en el conventillo. Isabel destinaba su jornada diaria a la cocina tradicional rumana donde prevalecían los Varenikes o los Blinys, limpiaba exhaustivamente la pieza húmeda y luego esperaba en la galería del conventillo a su marido que volvía habitualmente con el rostro desanimado por una huelga perdida o algún compañero muerto.
Pasaron tres meses de una rutina sin variaciones noticiosas hasta que Isabel quedó embarazada. La primera reacción de Horacio fue un gesto de alegría, pero al poco tiempo se marchó del conventillo porque había entablado un romance con una muchacha joven de un barrio próximo a Escalada. Casualmente sería padre por segunda y tercera vez con algún apellido distinto, y pronto migraría como una gaviota buscando la calidez de otro nido centrífugo.

Héctor: el primer moykano Kraber

Horacio pegó un portazo rudo y esa fue la última vez que pisó la pieza como marido de Isabel. Luego sólo sería el padre de Héctor: un niño argentino que mamó el tango, el lunfardo y la chispa revolucionaria del conventillo.
Ella se ingenió para vender comida a los vecinos y ganarse algunos pesos extra para poder criar a su hijo con una educación digna. Héctor realizó la primaria ininterrumpidamente hasta sexto grado y luego empezó a trabajar en un taller metalúrgico de un judío vecino. Y a partir de aquel día de 1937 hasta su desafortunada muerte en 1993, no abandonó jamás el overol, ni se sumergió en una jubilación inactiva y perezosa.
Héctor fue un autodidacta de pura cepa. Aprendió a leer y escribir a temprana edad, y solo comenzó una exploración aventurera por textos de alto voltaje ideológico: pasando por los manuscritos económicos de Marx, el qué hacer de Lenin y los primeros trabajos de la escuela de Frankfurt, entre otras obras que hoy reposan relucientes en la biblioteca de sus nietos como un tesoro sagrado de riqueza infinita.
Concebía al intelectual como un hombre entregado a la lucha y el saber. Después de eso sólo estaban los sabios de escritorio, cobardes e incompetentes para transformar el mundo. Héctor bailó el tango desde pequeño y luego se dedicó a enseñar, fuera del horario de fábrica, en una escuela cultural instalada en el corazón del barrio de San José; lugar donde se chocó con una rosarina llamada Beatriz que sería la madre de sus cinco hijos y su compañera del tiempo.

Héctor, Beatriz y una familia numerosa
Héctor se alejó de su madre con algunas lágrimas quemándole la piel rosada del rostro. Vivió casi veinte años enriqueciéndose de un amor verdadero y de sabias enseñanzas de una mujer aguerrida que se inventó sola en un país desconocido, con un marido violento y mujeriego que tomó la senda del divorcio y del olvido.
Héctor apenas hablaba de él, trató siempre de evitar conversaciones que lo pusieran en primera plana y por lo mismo sus hijos sólo conservan algunos pocos datos de su abuelo Vladimir. Quizá su madre Isabel instauró un pacto silencioso con él desde pequeño, como una táctica de amainar el dolor y naturalizar la ausencia. Pero los años se encargaron de entregarle cristiana sepultura a esas respuestas que aclararían tanto misterio.
Dejó Escalada y se instaló en San José con Beatriz para formar una familia en un modesto barrio de trabajadores y amas de casa. Allí siguió con la fábrica metalúrgica pero abandonó las clases de tango, aunque algunas calurosas noches de sábado sabían concurrir a las milongas que se organizaban en Banfield.
Los hijos llegaron al poco tiempo: primero Ricardo, segundo Raúl, tercero Juan, cuarta Susana y por último Marcelo. Se educaron sanos y felices con la riqueza espiritual de un barrio simple de trabajadores incansables y valores firmes.
Héctor les cultivó la conciencia del trabajo desde chicos para que cada uno pudiera ser motor de su propio destino sin ruedas de auxilios ni bastones perpetuos. Les selló con fuego una frase en la memoria que forma parte de un mandamiento sagrado de una Biblia sin dios ni divinidad que afirma: “si quiere comida no le des pescado, mejor enséñale a pescar” y cada hijo la materializó en su vida como una receta imprescindible e inobjetable que rindió sus frutos, pintó una senda y marcó las nuevas páginas del libro de los Kraber que se escribió desde el kilómetro cero, con un prólogo de amnesia pero con un arranque ágil y nítido en letra mayúscula.
Héctor se fue temprano pero con la felicidad gigantesca de la misión cumplida. Les regaló a sus hijos ser abuelo de sus hijos, y pagó una deuda cara que le consumió la conciencia por varias décadas. No dejó monedas, ni billetes, ni tierras, ni escrituras…dejó ideales, un capital humano, un puñado de valores y un canal de comunicación y de encuentro que hoy sus nietos lo sintonizan deteniendo la vista con convicción en los ojos seguros del “Che”. La vida le dio revancha, la vida le dejó escribir su Historia.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Macho: Sinceramente te felicito. Me encantó tu relato y más la idea de escribir sobre tus raíces.
Saludos.
Agus
Matias ha dicho que…
Agus: gracias por el comentario, la verdad que fue una sorpresa emotiva encontrarme con una opinión tuya, y con un elogio tan reconfortable. Te mando un beso y nos estamos viendo.
Anónimo ha dicho que…
Hola moto otra vez yo, te felicito de nuevo por otra muy buena historia, ya la habia escuchado pero nunca con tanto detalle...felicitaciones de nuevo
saludos

damian

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