Esa Luna que vino del norte



“Llegan de noche gritos lejanos,

rompe la luna, tiembla de miedo algún chango

de salamanca llaman campanas

los hombres quieren matarse empuñando un arma”

. Peteco Carabajal y Jacinto Piedra, “te voy a contar un sueño”.

Una música viaja con el viento. Voces desgarradas, que se quiebran en un tono agudo casi de súplica, traspasan los vidrios empañados y se cuelan por las calles dormidas de una noche de jueves con luna llena de carnaval.
La fiesta comienza a las diez y se estira hasta el cansancio. Luís está detrás del mostrador con la mirada clavada en una caja que lo transporta a las coplas collas de su infancia. Una infancia que lo ligó al trabajo forzoso escalando cerros desde la aurora al ocaso, masticando coca y silbando algunas canciones de Atahualpa mientras se fundía con el paisaje intenso de Maimará.
Treinta años más tarde él está a 1660 kilómetros al sur de su Jujuy natal, comandando la fiesta del folclore norteño en la capital de la provincia de Buenos Aires como “el tío”, “el zumba”, o el “mandinga” urbano (tal como titula la mitología del noroeste al diablo que organiza esas fiestas nocturnas de música, carcajadas y gritos en el corazón de los bosques del norte, cuyo sonido se oye un kilómetro a la redonda) que reúne a cientos de jóvenes y adultos cada fin de semana en su “Salamanca” platense con música en vivo y comidas regionales.
“Salamanca” es su apellido y casualmente remite a una leyenda ancestral de los habitantes del noroeste argentino y la puna boliviana. El término emigró por los mares y el tiempo hasta adquirir una versión de raíces autóctonas. Las cuevas de Salamanca eran sitios recónditos de la ciudad del centro oeste de España donde “los moros” practicaban la brujería a espaldas de una hostigadora iglesia española.
El norte argentino resumió la leyenda de “Salamanca” en un baile de los diablos donde tienen asistencia perfecta los condenados, poseídos, perdidos y repudiados por la sociedad. Así como también aquellos que pretenden firmar un contrato de sangre con el diablo: pedirle destrezas musicales y poéticas a cambio de sus almas.
Luís fundó su centro cultural que lleva su apellido sobre el epílogo del proceso de reorganización nacional que se extendió de 1976 a 1983 en Argentina. Cuenta que fue difícil mantenerlo en pie, “siempre tambaleamos con los diferentes gobiernos, como cualquier persona que quiso mantener un proyecto independiente” expresa con una voz suave y perezosa que patina con las eres.
La Salamanca fue un emprendimiento musical de jujeños en La Plata que pronto pasó a convertirse en un templo festivo donde asisten distintas generaciones a disfrutar de ritmos andinos contagiosos o nostálgicos.
- Nuestra peña es un puente con la cultura del norte, no es idéntico a los carnavales de allá pero porque acá no está ese paisaje, esa historia, esa gente
Luís se toma un respiro y larga con tono poético:
- El paisaje te determina para toda la vida. A mí, Maimará me determinó para toda la vida. Esa pobreza linda donde uno aprende a compartir y a darle importancia a las simples cosas.

“Levantate cagón que aquí ha cantao un argentino”


Javier Caminos canta con vehemencia. Entona cada verso con los ojos firmes y sostiene la guitarra con convicción de soldado. La Música para ellos es una trinchera de resistencia cultural, un fusil para mantenerla viva y protegida, al resguardo de la vorágine de la globalización.
Al escenario suben algunos changos compañeros de Javier y otros músicos que asisten religiosamente las noches de jueves en la Salamanca.
El bombo repiquetea, la quena emite un sonido que se mimetiza con los pájaros del norte argentino y la guitarra comienza a chacarerear. Aplausos se suman a una sincronía instrumental que proviene de arriba del escenario y algunas mujeres zarandean su pollera mientras sus compañeros de pieza castigan los zapatos contra el suelo de material. El resto de la gente corea y hace palmas desde las mesas con entusiasmo. Es una fiesta donde no hay silenciosos ni introvertidos, “esta música es grandiosa, la repetición hace que todos puedan participar…es la fuerza del grupo y una melodía que integra” explica Luís con los ojos fijos que dejan entrever un sesgo de tristeza antigua casi prehistórica, pero con una seguridad inmutable.
La música no tiene respiros. Javier pasea por un repertorio nutrido de canciones del noroeste y el público lo acompaña, empujado por un envión místico propio de los bosques, propio del tío o mandinga, propio del rincón cálido de 60 y 10 de Luís Salamanca.
La luna llena se diluye en un cielo anaranjado. Un bailecito jujeño fue el telón de otro jueves mágico repleto de jóvenes. Afuera, la ciudad amanece muda y perezosa a cumplir con su rutina semanal, mientras dos empleadas bajan las persianas del centro cultural y la gente comienza a desagotar el espacio. Se desparraman por las calles con el rostro sudoroso pero vivaz, con el alma vacía pero el corazón contento; enfilan a sus casas satisfechos porque otro jueves u otra noche deben volver a la cita con el diablo.


Por Matías Kraber, para Cu4tro de Copas 1era Edición, Mayo 2008.

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