El día que River se fue a la B

Ese día. El que el tano Pasman emergió como una tragicomedia del hincha argento que putea frente al televisor hasta quedarse atragantado de angustia. Ese mismo día, él, un amigo escritor del Oeste patentó lo más visceral del descenso apenas llegó a la casa abatido se refugió en las palabras y saltó por ese puente.


26-J


La fiebre de mis ojos quema. Los gases que dispara la policía le quitan toda chance a mis lágrimas sinceras. Parado en este playón de posguerra, el mundo parece un poco más hostil. Descubro que la tristeza me paraliza. No tengo ganas de arrojar vallados contra los vidrios de la confitería del club ni saquear el local de Rivermanía, y mucho menos robarme de cualquier puesto las hamburguesas frías que no se vendieron. Ni siquiera-y esto me hunde todavía más- estoy de ánimo para insultar a los hijos de puta de siempre. Vacío y seco (de qué otra forma se podría estar) hasta que una revelación oscura me estruja el alma: el día que mi vieja se muera tampoco voy a llorar.
En el camino hasta el colectivo intento convencerme de que los dramas son otras cosas y que lo que siento no va a cambiar porque la pasión no entiende de categorías. Fracaso de manera rotunda. Estoy un poco paranoico y percibo que los demás, los que salieron ilesos de la tragedia, me miran con pena. Sospecho que muchos se burlan de mí y del escudo que llevo en mi campera en silencio. Algunos, los más moderados, bajan la vista para evitar el contacto conmigo. Condescendencia, que le dicen.
Mi cara debe ser un cortejo fúnebre. El último ángel se me fugó con el gol de Belgrano (el penal convertido sólo hubiera retrasado el duelo).
Antes tuve mis minutos de gloria, que siempre son cuando la pelota todavía está quieta. A mi hijo le pediré – suplicaré- que por favor disfrute de la salida de su equipo a la cancha. Son los instantes más nobles que puede ofrecer el oficio de hincha. Uno deja todo en ese aliento inicial porque todavía la fe y la esperanza no tuvieron tiempo de ser profanadas por un pésimo árbitro, un rival superior o la torpeza de los propios.
¿El gol? Eso se lo dejo a los exitistas.
En casa, abro la botella del vino más caro que tengo pero sabe amargo. Soy una persona amputada y no tengo a ningún Dios a mano para culpar. Sólo me acompaña mi mujer que me mira con su amor en mute para no hostigarme más (siempre heroica, siempre sabia).
Apuro el vino y también el zapping. El descenso de River se transmite en cadena nacional y eso me ayuda poco. Me entretengo haciendo una lista de los periodistas que mataría. Llego a la conclusión de que a varios lo asesinaría dos veces.
Me preocupa que esto dure para siempre. No sé si alguna vez recuperare las ganas de coger, leer un libro, ir a trabajar, comer sorrentinos o bañarme.
En plena depresión me acuerdo que River volverá a jugar en agosto. No sé con quién ni dónde pero voy a estar. Miro el calendario y me doy cuenta que no falta mucho.
Ya me siento un poco mejor.


Por Gastón Rodríguez 

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