Ipanema

Cuento polical de Capital sur con barrio, pizza, merca y pólvora de muerte. Por un escritor de Morón

 A los doce años, y con la rabia empapándole aún más los pantalones, Héctor Medina blandió el cuchillo frente a su maestra de séptimo. Llegó a los treinta con mujer, tres hijos y el oficio de plomero que le pagaba las cuentas, entre ellas, la del alquiler de un PH venido a menos sobre la avenida Caseros, a una cuadra de la pizzería “El Globo”. Pero Medina también era un saqueador de inocencias; un perverso con nervio asesino. Muy temprano en la mañana del lunes 22 de julio de 2008, Medina estaba al volante del Chevrolet Ipanema que se adivinaba rojo bajo la mugre, estacionado sobre Iriarte antes de cruzar las vías y llegar a la villa, alargando la noche en la que no había dormido. Arengado por la cocaína de baja calidad puso primera y embistió. Rocío, de apenas diez, cayó. Pese a la intoxicación, el conductor alcanzó a calibrar el impacto porque tenía experiencia en el asunto. Medina fingió pena y se ofreció a llevarla en su auto al Hospital Municipal. La niña, todavía aturdida, le explicó que iba a la clase de gimnasia en el Sagrado Corazón pero que estaría mejor que la devolviera a casa con su mamá porque los magullones comenzaban a dolerle
.
Después de andar un rato, Medina pisó el freno y tanteó detrás del asiento. La cerveza caliente le bajó la ansiedad. Miró la calle y reconoció el deterioro de Pompeya. Dejó la botella y sacó una navaja del pantalón. En el rincón de una obra tapiada se aprovechó.
Rocío no soportó al impiadoso agitándose encima y se desmayó. Medina salió pero volvió con un bidón y sobre la carne corrompida derramó nafta y acercó una llama. Después, se marchó satisfecho.
La encontró un paraguayo, el primero en llegar. Al principio le pareció un animal arrastrándose entre el material. Así de estropeada había quedado.
Cada semana, durante nueve meses, el comisario Luján Quiroga visitó a Rocío en el Garrahan, donde había llegado con el sesenta por ciento del cuerpo ulcerado por las quemaduras, convencido de que algún día pudiera aportarle el dato que permitiese identificar al responsable.
Fue el jueves 30 de abril de 2009. Rocío describió al autor como alguien corpulento, de ojos claros y pelo rubio al ras. Al coche lo dibujó con rigor de experta.
Quiroga dedicó atención a los delitos sexuales seguidos de muerte cometidos en el sur de la ciudad, en especial a los que incluyeron el traslado en auto de la víctima. El entrecruzamiento de testimonios con las imágenes de las cámaras de seguridad obligó a buscar al dueño de un modelo infrecuente que no tenía la costumbre de lavarlo.
El tribunal condenó a Medina a cuarenta años de prisión –una de las penas más altas que contempla el Código- y ordenó tratamiento psicológico en la cárcel.
Como reo, Medina admitió que hasta los doce años los compañeros de escuela lo hostigaron por ser incapaz de contener la orina. También dijo que eso le acanalló el carácter y recordó la vez que escarmentó a una docente porque se había burlado de la humedad delatora en su entrepierna.

Por Gastón Rodríguez

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