Pata de oro



Homenajes en vida
Al mejor jugador que vi y de mi pueblo: General Alvear, Pcia. Bs As.
José Tortorici, con afecto de hincha y amigo

Como si a un antiguo gladiador romano se le hubiese antojado jugar al fútbol. Interminable sería la otra palabra, bien puesta en blanco con la número 10 estampada en la espalda ancha y rojinegra.
-Pata de oro- se escucha desde la tribuna pegada a los viejos vestuarios del CEF,” sos un fenómeno  Pata de oro”, vuelve a decir un hincha de deportivo, con la voz ronca casi desafilándose de puro grito más cuete un domingo a la siesta en un clásico alvearense con pólvora.
La primera vez que lo vi jugar le hizo un golazo a Comercio. Hacía frío y yo estaba prendido al alambre de la cancha de colorado.  Me acuerdo de José altísimo, camiseta de atlético norte con la v blanca – la pinta entre Bianchi y Pavoni- cabeceando allá arriba de todas las cabezas. Un salto de atleta. Vino de atrás, inadvertido, tomó carrera y picó en el corazón del área, se elevó y frentazo: Pum sonó y milésima después la pelota se clavó en un ángulo y puteé. Trompada al alambrado, y tuve ganas en esa milésima que tuviera la camiseta de Comercio un rato pero entendí que era más difícil que golear a un equipo italiano. Después lo fui entendiendo. Capaz que algunos años más tarde.

La última vez que lo vi jugar fue hace un rato nomás: enero a la tardecita en un picado que hicimos en la quinta del panqueque. Él llegó en su Zanella colorada y su gloriosa camiseta del deportivo campeón del TACO 93.
Siempre jugó al fútbol y siempre nos dijo que había que bajar el nervio. El segundo de más para pensar como el jugador de billar que se toma todo el tiempo del mundo para la carambola. José Tortorici: la zancada larga, el ceño fruncido, el remo en la mano derecha y la zurda afilada para el pase bochinezco al vacío donde el 9 picó en diagonal o el puntero llegó para echar el centro atrás.
Hasta un sábado helado de invierno lo vi a las 3 de la tarde en el barrial de la cancha de las 72 viviendas. Llovía a cantaros y él se cruzó a patear con nosotros hasta que se hizo de noche y ya no pudimos ver la pelota.


Y  hace un rato nomás lo vi sentado detrás del arco de Colorado que da al viejo basural, tragándose los nervios con el mate - de una gaby, su compinche mística del tiempo-  por una final de veteranos perdida que lo tuvo detrás del alambrado por un desagarro molestando. Y en esa misma cancha volver, volver con el olor a átomo, la moto, los pantalones cortos y la caminata lenta para ubicarse ahí: en la mitad de la cancha, a la izquierda. En esa zurda del potrero dónde quedará inmortalizado par siempre.

Matías Kraber

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