La ventana propia



Te dije que cuando me naciera la certeza en la víscera aparecerías. En forma de montaña, de mar, de viento. Algo ahí sonando en una clave que sólo tu y yo sabríamos. 
Los dos en una ventana propia. Una ventana por donde mirar el infinito sería nuestro momento más sublime. 
No sé porque pero el sol fue el único testigo. Y todas las veces que lo miremos seremos diferentes: o dos pájaros, o dos perros o dos serpientes. Bien distintos para el mundo, bien iguales para nosotros.
Vos me dijiste que la piel es lo de menos. Que la piel hay que cambiarla porque sino nos volvemos estanque. Un río fangoso que se aburre de darse la espalda a sí mismo.
Yo te dije qué verdad tan grande. Y que gracias porque hay algunas palabras que destapan ese mensaje que se esconde dentro de la botella. Como si la música de una palabra o dos o cuatro pudieran hacer saltar ese pez que vive dentro del alma y se enjaula como en cuatro paredes con bocas de tormenta.
Terminamos de hablar y vino la lluvia. Quisimos mojarnos. Eternizarnos en segundos de agua. Así fue: sacar los voltios de la electricidad mientras mojados, mojadísimos, empezamos a nadar en las aguas del ser. Sí, el ser sin fronteras. El agua: océano de conciencia suprema donde por fin nos volvimos el múltiplo de ahora con siempre. 


Por Matías Kraber

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