Los lentos

General Alvear, Pcia. de Bs As. Lentos, boliche y sin nombres propios. 


Nunca se fueron. Ni tendrán porqué que irse. Sino cabe preguntarse qué hubiese sido de nosotros los hombres- cazadores que esperan el apagón de luces- y de ustedes las mujeres- chicas que fingen distraídas que se les ha hecho tarde- para extendernos los brazos en la penumbra, mientras la pista se desagota y son seis gatos locos moviéndose detrás de una nube de humo. Porque si no hay lentos a las 6 de la mañana en Alvear es como si sonara la sirena de los bomberos en medio de una siesta; se altera la circularidad del tiempo en un día cualquiera. 

Choque en una esquina, un ahogado, casa quemada, balazo en el pecho, fuga de presos. El acontecimiento, ese, que congela al tiempo. 

En Alvear nadie tuvo que apoyar ese slogan publicitario que pedía que vuelvan los lentos al final del boliche. Nunca se fueron. Nadie tuvo que levantar el pulgar en Facebook diciendo “me gusta esto” a un grupo de cibernautas que propone el regreso de esos hits ochenteros de los 4 Non Blondes, Phill Collins, o Crowded House o Rod Stewart. Por suerte se quedaron. Por suerte el Dj sigue siendo Togo.
Él entiende la noche. Tiene su método como algunas pocas mujeres de antaño para hacer los pasteles más ricos del pueblo.
Él llega medio dormido a las doce. Prende un velador violeta. Toma su primer caballito blanco, acomoda los discos en una caja de madera y ahí tira la primera piedra: La Bestia Pop, Los Redonditos de Ricota. Introducción, nudo, desenlace. Él entiende lo que es pasar de un clásico del Rock Nacional al Pop pegadizo hecho en castellano. Y cuando todo parece relajarse entre trago y trago y las chicas están más sueltas: disparo certero de Cumbia o Reggaetone desde la cabina. Como ponerle coca cola a una tuerca oxidada. 
De postre: lentos. El flan casero de la casa. Si no hay lentos la noche no terminó- o en el peor de los casos- quiere decir que algo malo pasó. Que hubo un accidente, que se están matando a trompadas, que asaltaron la caja, que se cortó la luz o que se desmayó el Dj. 

Dos jóvenes de camisas rayadas y a cuadros hablan en el borde de la pista. Justo en ese relieve que permite divisar el stock a vuelo de pájaro. “Si yo tuviese la camioneta, el campo y la plata de aquel paisano, soy el Ricky Fort alvearense. No me para nadie: Champagne para todos y bailar en bolas en la barra con minas”, dice un tótem de la barra con voz gruesa y vuelve a su banqueta de madera en la curva de la barra, mientras los jóvenes ríen a carcajadas y un paisano de sombrero, cuenta ganados y barba tupida parece una estatua de museo gauchesco al final de la pista.
Todos- somos casi quince- esperamos los lentos. Togo puso Bonnie Tyler y en el aire de Macoco- mezcla de cigarrillo, perfume floral, sudor y tierra- viene cayendo un lento como la lluvia para los chacareros en tiempos de seca. 
Todas- son casi diez- están en las afueras de la pista. Miran y esperan que alguna amiga termine de bailar para contarse las últimas noticias de la noche, o que se arrime alguien. Alguno. Aunque sea para sentirlo de cerca. 
Apuro el vaso. Lo tiro al piso. La agarro de la mano y le pido un lento. “Al menos uno”, imploro y acepta. Sonríe, le sonrío y caminamos juntos al final de la pista, a un metro y medio de donde el paisano sigue petrificado con un vaso de whisky on the Rocks. 
Un lento se multiplicó por cinco. El primero lo bailamos con timidez: algo distantes, muy hablado, sin tantos roces. El segundo subí la apuesta: agarré más, susurré y acaricié la espalda. Para el quinto éramos dos quinceañeros besándonos en la pista. Mucho apriete, mucha mano, mucho roce, mucho calor. 
Sexto no hubo. Porque el quinto ya fue exceso. Fui a la barra, agarré mi campera, saludé al negrito y mientras la chica me esperaba afuera, miré la cabina: Togo me levantaba el pulgar. Estaba todo bien. Terminaron los lentos, terminó el boliche y – por suerte- no sonó ninguna sirena. 


Por Matías Kraber

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