La puerta del olvido

Esa puerta siempre estuvo cerrada. Hermética madera donde no suenan nudillos ni llegan los sobres a deslizarse debajo. Alguna vez habrá recibido una carta? Alguna vez habrá sentido las risas en coro de una tertulia de amigos o el placer en sonido viniendo de un cuarto? Mmm, Lo dudo. Una puerta cerrada al fin de cuentas es una puerta cerrada. 
Los postigos se quejan porque sienten su engranaje ya como el cemento, nunca giran ni pendulan con el viento y eso, según la familia de los postigos, es su momento más sublime. Casi que su razón de ser: aletear con el viento y rozar la pared, sentir las manos del dueño que a la hora de la aurora y el ocaso es un titiritero que las mueve, las sujeta con un gancho en sus extremos contiguos. 
Sin embargo ahí están ellos duros como una formación militar, casi que emulando a la pared. 
Dicen que alguna vez fueron celestes y ahora son grises como el hormigón del asfalto o este cielo lloroso de días de lluvia. 
Un chico se arrimó hace unos días a pedir ropa vieja: eligió al azar las casas del barrio y llegó a tocar esta puerta. Cerró el puño e intentó una melodía que fue un candombe: pum pum pum pum pum y del otro lado se sintió un trueno, un retumbe, unas piedras que pegan contra la madera y les recuerdan a regañadientes el afuera: afuera hay mundo señora, le dijo El Niño con los huesitos de su mano derecha mientras en la otra sostenía los últimos gajos de la mandarina. 
Esperó unos minutos. Se obstinó en esperar no sólo por pedir, sino por saber algo de ese silencio. 
Adentro sonaba la televisión en un canal de películas lejano. Adentro había una tasa de té, un evangelio abierto y unos pasos que amagaron a ir a atender pero ese pasillo echó, marcaba una frontera invisible en la última arcada que conduce a la puerta que ahora suena y quiere volver a sentir sus bisagras aletear al menos como un pato. 
Pero no, la señora hizo que rezaba para amigarse con su dios y mientras la puerta volvía a reclamar ser abierta con gracia y con música intentó un grito desde lejos pero el pecado la frenó: "Acá no hay nadie, sólo está el silencio y nosotros dos". Y el pensamiento llegó tan lejano como la casa y el chico se rindió. Comió la mandarina, se agachó, hizo un gesto de reverencia y me pareció que rezaba; rezó por el olvido, más que por el silencio. Al fin de cuentas el silencio es oro y el olvido el abandono del alma.

Matías Kraber

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