El velorio de Ernesto

Recuerdo a todos fumando puchos en el palier del velatorio.  Uno tras otro sin parar. Mientras las charlas giraban entre anécdotas viejas en común y algún chiste morboso sobre la propia parca. Las distintas maneras de morir absurdamente.  Juan –creo que fue Juan- se empezó a ir del foco. Resbaló en escenas sanguinolentas. Le puso ese terror que roza el peor de los infiernos del Dante.  Se esmeró en ser meticuloso en su discurso de muertes violentas, por asfixia o por piromanía. Los ojos de todos comenzaron a virar hacia el miedo, hasta que una tía del difunto pasó masticando bronca y largó un misil por lo bajo: “más respeto por la muerte, más respeto por la muerte, dios mío”.

No sé porqué, pero cuando el funeral convoca, las risas brotan como hongos después de la lluvia. Una risa y un hongo son primos aunque no lo sepan. Una risa histérica primero; metralleta de aire con sonidos, onomatopeyas de relleno, después una risa de verdad: la que se confunde con el stacatto de los cantos líricos del renacimiento, una risa que viene desde el fondo de la panza, desde el diafragma hasta que hace doler el vaso como si hubiésemos corrido una maratón.

La vida se puede sintetizar en momentos de unidad y de dispersión. Imaginen una mesa de pool con las 15 bolas pegadas en un triángulo. Se quita el triángulo, queda un bache de tiempo inmaculado con las rayadas y lisas perfectas sobre un paño verde. No se cuanto dura la unidad, pero son segundos, es una foto del egreso en la escalinata de madera. Después viene la bola blanca de la vida a romper el orden y diseminar la historia. El ceño fruncido del jugador que calcula efecto y fuerza, el amague del taco, silencio y después "plack": la blanca de la vida sale disparada y golpea contra el triángulo que se desparrama por toda la superficie verde.

La muerte es también un llamado de atención a unirse o a desunirse. ¿Quién sabe?…

La pregunta germinó hace rato y las ramas atraviesan hasta los rincones de mi cerebro. Estoy acostado y miro el radio reloj de la mesa de luz: las 3 y 12 minutos. Prendo la radio y la fritura de la AM es peor. Casi la depresión misma. Maldigo por dentro. Si no evado mis pensamientos, el sueño nunca va a llegar.
Doy vueltas en la cama con cuidado de no despertar a Clara, que duerme silenciosa del lado de la ventana. Yo, busco el lugar, una posición que detenga la idea cancerígena. Pero es inútil: el mundo físico no sirve cuando las ideas se esparcen como un gas venenoso por todo el cuerpo.
Resignado, pruebo con imaginar un lugar en blanco como la Antártida. Un fondo sin fondo, un muro blanco, gigante, infinito. Hacer foco en él y recorrerlo a alta velocidad, como una sonda espacial que recorre el espacio interestelar, a la espera de nada, de ningún astro, de ningún asteroide, de ninguna partícula que tenga un cartel pegado con letras en contraste: “¿Quién sabe?”
Pero no lo logro. El sueño es un caballo salvaje, pienso.  La vigilia y mi ansiedad por su llegada rompen con la paz de ese llano de blancura total, en la que  solo se propagan las ideas como flechazos en las sienes. 
Abro los ojos y me dejo contaminar por la información del mundo real, quizás la mejor forma de evadir estos pensamientos sea dejándome llevar por ellos. Un locutor que dice las noticias: San Lorenzo campeón en basquet, el dólar abre a 18 pesos la venta, Boca juega contra Unión en Santa Fe y Macri se reunió con los chinos. Pura mierda. 

Me levanto despacio, cuidadoso de no hacer ningún ruido que rompa la armonía del sueño de mi novia. Salgo de la habitación y voy hasta la cocina a buscar algo para tomar. Antes, paso por el living iluminado solo por los leds de stand-by de los artefactos eléctricos. Escucho el sonar de la aguja del segundero del reloj de pared que está allí. Me pone más nervioso. Hace efectiva la relatividad del tiempo. En el silencio de la noche los segundos no solo pasan, sino también que se escuchan como una canilla resfriada. Su sonido me hace sentir como si pasaran más rápido, pero son las 3 y cuarto, y solo pasaron 3 minutos. Pienso que no hay nada placentero en el insomnio que cae como una bolsa de arena sobre mis hombros en una noche eterna.
En calzoncillos abro la heladera y ahí mismo, parado, como una porción de pizza de la noche anterior. Mientras mastico, suspiro de placer.  No me había dado cuenta que tenía hambre. Agarro el último porrón de cerveza que quedaba en la heladera y vuelvo para el living. Ese es mi departamento en la ciudad: una sucesión de cama-cocina-living. Me dejo caer en el sofá que está contra la pared, y con la cabeza hacia atrás contemplo la blancura del techo.
El techo es el lienzo en el que se posan mis ojos los días de insomnio. Funciona como una pantalla de cine perpendicular en donde puedo proyectar los pensamientos de la mente, con más claridad, con más espacio. Es mi despresurizador mental.
Agarro el celular de mi bolsillo y miro la hora: 3 y 25. Perplejo, me lo quedo mirando unos segundos y luego deslizo mi pulgar suavemente por la pantalla. Selecciono el icono de Facebook y voy sin atajos a mis etiquetas. Ahora, el ruido del motor de la heladera es insoportable.
Accedo a mis fotos y después de unos instantes la encuentro. Ahí está, digitalizada en los servidores de la web: mi foto de egresados en Bariloche.
Era el refresco que le faltaba a mi memoria. Una voz interna dice: “qué pendejos…”
Con nostalgia, pero con cierta dosis de bronca, clavo la mirada perdida en mi celular, y entonces me pregunto: ¿por qué mi recuerdo de ellos no va a poder coincidir más con esta foto? ¿Qué los llevó a convertirse en personas tan desagradables? O, acaso soy yo el que me he convertido en alguien desagradable? ¿Por qué fui a ese velorio de mierda? ¿Quién me mandó?
Habían pasado unos minutos y lo único que había conseguido estar despierto eran más preguntas que rebotaban entre las paredes de mi casa. 

Cuando Ernesto se separó, los amigos le prepararon una orgía. Una lujuria colectiva para zambullirse en la piscina de los excesos. Nadar entre el agua tibia, que otras veces hierve de placeres efímeros com nombres de Alcohol, drogas y Rock de La Renga a todo volumen. Obvio, después de todo, el sexo que llega sobre el final cuando el cuerpo empieza a reptar como una serpiente.  Llamaron chicas y el departamento frente a la terminal de ómnibus explotó. Diez personas amontonadas en menos de 5 metros cuadrados. Algunos en el baño, otros en la pieza e incluso lo recuerdo a Daniel en el lavadero arriba del lavarropas con una mujer paraguaya de unos 40 que lo hacía retorcer de placer, mientras otro de los chicos, creo que Raúl, lo miraba desde la mesada de la cocina arengándolo. 
La noche se terminó como a las 9 de la mañana. El departamento era Kosovo. Una jungla de botellas tiradas, vidrios rotos y olor a preservativos usados. Ernesto estaba casi inconsciente: había tomado todo y tuvo sexo durante más de una hora con otra de las chicas que se llamaba Mabel. Se había enamorado apenas la vio y pidió estar con ella. “Yo, yo, voy con ella”, dijo entre el tartamudeo de la borrachera. Después del acto, se durmió y cuando lo despertaron estaba filtrado. Pidió un remis y se fue a su casa. “Gracias por todo muchachos, nos vemos mañana”, dijo y se subió a un Corsa blanco.  
Ese, fue la última vez que lo vieron. Nadie supo porqué se marchó. O donde se fue.  O si estaba vivo. Ernesto se fue en un remis a su casa después de la noche del divorcio con Clara: su novia de los últimos 5 años con la que se casó en 2011 y planeaban hijos, casa con patio y parrilla y una vida familiar.  Mas no llegó: al quinto mes de casados ella lo dejó sin avisar, se levantó una mañana y todas sus cosas ya no estaban en la casa. Ni una foto. 
Ernesto intentó llamarla y jamás lo atendió. Tampoco sus amigas le dieron ningún rastro. Pensó que volvería y una semana cuando no volvió, entró en una depresión profunda. Se encerró en su casa y empezó a tomar más de lo habitual: dos o tres botellas de vino por día y dos atados de puchos mientras miraba documentales de nazis o de animales en Discovery Channel. La relación con Ernesto se transformó en un carril de una ida: la que los amigos emprendían hacia él, porque ya casi no hablaba y las veladas al lado del vino y el televisor se volvían de un peso insoportable. 
Por eso los muchachos pensaron la joda. Habían hecho más de una en la casa de Ernesto cuando vivía en Berisso y las anécdotas quedaron para siempre en las juntadas. Fue el anzuelo más efectivo: 
- Ernesto, el sábado vamos a festejar que estamos vivos, que te divorciaste y ya empezas a ser un hombre libre como siempre lo fuiste antes de Clara- le dijo Felipe. 
-¿ Qué quieren hacer?- le respondió él mientras lo miró de costado, como cuando algo lo motivaba. 
-Un  quilombo de los nuestros. Esos que te gustan a vos con todos los juguetes. ¿Qué decís?
-¿ Tiene que ser acá? 
- No, no… lo hacemos en casa. Vos tenes que venir nomás bien dormido y con pila para rato. 
- Listo. 

Cuando se fue en Remis a Berisso decidió irse de esa vida: de sus amigos y de Clara. Cambiar el timón y que el barco vaya hacia otro destino incierto en el que pudiera empezar de cero una etapa nueva. Se hizo albañil, también fue remisero, pero después volvió a la obra porque sentía que ese era su mundo: carretillas de hormigón, andamios y esos asados improvisados entre los materiales de construcción. Beto le decían sus compañeros paraguas, la mayoría inmigrantes de ciudades como Encarnación o pueblos linderos a la capital Asunción. 
Beto era el encargado de hacer los asados y comprar el tinto. Así pasaban los días entre jornadas pesadas en un edificio en construcción, el asado, y el regreso a las 6 de la tarde a su casa en donde lo esperaba el televisor con sus programas de animales e historia germánica. 

Son las 3 y 25 de la madrugada y ahí está Beto: una mesa cuadrada con su vaso de vino, el cenicero y la televisión encendida. No puede dormir, otra vez el mismo problema. Piensa que después de la segunda botella será más fácil. Prendió un pucho, se paró y caminó en círculos por su living hasta que detuvo la vista en el cuadro de Egresados y sintió una puntada de acidez en la panza. Se sentía mareado y entre el olor a cigarrillos y alcohol, empezó a recordar a todos. Todos estaban hablando en la puerta de un velorio y se reían como drogados. “Hijos de puta”, decía él y lloraba. “Hijos de puta, callense, la van a despertar a Clara que está durmiendo”, decía y hablaba solo en ese living de albañil en el que retumbaba su voz como un eco y nadie respondía. Nadie iba a responder, si al final, había decidido nacer de nuevo.

M.K y A. P

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