Aquellas pequeñas cosas



El fútbol y la vida misma, relato autobiográfico

Mi primera pasión se vistió de rojo una siesta primaveral debajo de un sauce, sentados entre hombres en derredor a una radio portátil que sonaba a todo pulmón en el silencio dominguero del pueblo. Mi memoria conserva esa imagen como una postal, esas estampitas eternas en la cartera de cualquier abuela. La foto carnet de la persona más querida en el rincón de la billetera.
Recuerdo a mi viejo en pantalones cortos y bigote ancho, sentado en una banqueta de pesca y viendo en el aire las jugadas que dictaba Víctor Hugo por el pequeño parlante. Mi abuelo –más al costado- con los pies descalzos en el pasto, camisa escocesa y la mirada anclada en algún punto que nada tenía que ver con Independiente y el fútbol. Mientras tanto, mi hermano y yo, en un silencio de cuarenta y cinco minutos comiéndonos los codos, inaugurando un sufrimiento por once tipos rojos detrás de una pelota. Más el ritual de persignarse con la camiseta puesta, coleccionar El Gráfico, mates a la sombra de un árbol con bolillas del paraíso, el jugar para relatarnos, las camisetas bien rojas, las figuritas, repetir Bochini como loros, la radio con las previas eternas y los primeros gritos eufóricos de gol que demostraban –ya empíricamente- que nuestros corazones novatos habían sido monopolizados por el Club Atlético Independiente.
El tiempo y sus contingencias fabrican nuevos amores. Independiente fue -por buenos años- el fundamentalismo que me hizo ir a las piñas en la escuela cuando un lunes maldito iba con la cara larga de un “baile comido” y nos quedábamos afuera del campeonato. Pero pronto el castillo de la infancia sumó nuevos emperadores. Nuevas cosas, nuevas voces y nuevos goles que no necesariamente tenían que ver con el fútbol. Que le volaron la corona, el privilegio, o el sillón de monarca.
La música se coló. Empezó a ser un combustible, un puente y un viaje. En apenas 3 minutos una canción podía arrancarme del sitio donde estaba y llevarme como en grúa a donde se me antojase. Y fue un casete de sabina que giraba sin interrupciones en el estereo del auto -cuando paseábamos con mi vieja por el pueblo- el que me dejaba atornillado en el asiento pensando en mujeres e historias que casi siempre tenían que ver con noviazgos lejanos y utópicos.
Apareció Neruda y Benedetti y fui dándole de tomar a una sed de poesía que más tarde germinó en versos propios, con papeles que se volvieron cartas o manuscritos cursis. Allí Joaquín Sabina vivió en casa todos los días y allí nacieron las ganas de rimar música propia.
La pasión por independiente cambió. Se volvió otra cosa. Se volvió un tango que se escucha desde el exilio, o ese potrero nuestro que se volvió una casa moderna, el barrio de ese antes, la radio y Alejandro Apo deteniéndonos un sábado a la tarde con un cuento leído, mientras con mi viejo tomamos mates y prendemos la locomotora del tiempo.
La adolescencia - más lo que viene- roe la esencia de esas palabras abstractas que nos rodean de cerca y están en las mesas o en los diarios o en la vida misma. Va dotándonos de significados que empezamos a comprender, y al mismo tiempo, iniciamos el divorcio con nuestros romances agitados como bandera. Como dogmas. Como cegueras.
A partir de allí estalla la bomba que remueve los cimientos de lo inmutable: los trastoca, los remueve, los reforma.
Comienza una remodelación del mundo que consiste en crearnos a nosotros mismos.
Hoy ya no soy el mismo de antes, aunque me nazcan las mismas simpatías y me movilicen las mismas pasiones. Hoy no es lo mismo que ayer y yo no soy aquél que seré: el tiempo mata la estática de las cosas aunque no las borre exhaustivamente. Sólo aprendemos a jugar en otros puestos. Pero la cancha, el potrero y la pelota es la misma.
Hoy casi que no escribo poesías de amor, el sauce ni mi abuelo están para compartir la siesta, mi viejo ya no tiene bigotes ni la radio portátil; y mi hermano y yo estamos lejos del domingo del pueblo y del fútbol para sentarnos en la banqueta de pesca a escuchar noventa minutos de Independiente. Sólo quedan recortes de diarios, figuritas de fútbol, canciones de rimas propias y fotos del domingo a la siesta abajo del árbol en cajones, papeles y rincones de mi casa como testigos de buenos tiempos...como aquellas pequeñas cosas y un mundo de rosas.
Sólo tengo una escena detenida para siempre: yo, más grande, con la camiseta roja puesta, detrás del arco de visitante, en el cemento de la popular de la Caldera nueva, los ojos lacrimógenos, la garganta echa nudo y el grito de “ dale rojo campeón” diciendo que –afortunadamente- mi viejo, mi hermano y yo siempre seremos de Independiente.

Por Matías Kraber

Comentarios

SILVIA DEL PINO ha dicho que…
Matias, hoy he encontrado esta página y este relato, que me movilizó hasta casi las lágrimas, porque al conocerte se que así ha sido tu vida, tan plena de sentimientos, tan bella, que te permite escribir tan maravillosamente. Y para mí es más significante porque soy del ROJO a morir......hasta en eso nos parecemos NO MACHITO.....TE FELICITO ESTOY TAN ORGULLOSA DE CONOCERTE, DE QUERERTE TANTO........ SILVITA

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