El Corazon del pasto


Cuento, existencialismo, vida misma...






Sabía bien que un día me iba a matar.  Que acertaría porque ya sabía todo. Sí,  cuando digo todo es todo porque siempre sentí el peso de sus ojos en mis espaldas. Un aliento caliente en la nuca y olor rancio en el aire que desde una noche de verano comencé a sentir.
Era yo, mi cama vieja, mis sábanas, el olor a naftalina del placard, una cocina dónde apenas me cocinaba algún bife a la plancha cada dos noches y después de yirar por bodegones o fondas  volvía a dormir al cuarto. Olor a tierra húmeda, ventilador chillón, una planta marchita y yo echado con los ojos comiendo el techo.
 Ahí, en esa vida que bien pudo ser casi un minuto, una hora, dos o tres; él me apuntó desde una ventana, sin piedad, enceguecido como el que tira a un balazo a quemarropa.
No sé con qué, pero me apuntó. Sentí el filo, la electricidad, el ligero escozor de la muerte inminente. Ese escalofrío que se instala en los hombros y luego baja por tobogán a la espalda.
Tuve miedo, no voy a negarlo. Creo que recé en voz baja. Lo hice por desprotección, porque estaba desnudo, encerrado en la pieza con una mira apuntándome al pecho y te quedan – si es que te quedan- sólo un par de segundos para hacer lo que se te antoja. Yo opté por el rezo, no sé si por mi fe católica o qué, supongo que más por un reflejo cultural que por otra cosa. Otros, sin embargo, hubiesen optado por despedirse de los recuerdos más sublimes, consumir la última bocanada del reloj en una galería de fotos
en sepia o una montaña rusa de momentos.
Yo ni cerré los ojos. Porque si venía la muerte había que verla. Tenía que observar cómo rompía el vidrio, la música de los cristales y el silbido de serpiente de una bala que pegaría justo en el corazón.
 Me quedé mirando casi en cuclillas de la cama mientras apretaba la sabana con una mano. El puño duro como piedra. No se oyó nada salvo un auto viejo que hizo sonar su motor a dos esquinas y se fue, seguramente, con la propia muerte.

Desperté, pestañeé, comencé a mover las manos y las piernas, y luego me levanté de un tirón. Fui hasta la ventana, abrí, entró un viento frío que me despabiló. Me quedé con la cabeza afuera y miré para los costados. Afuera la noche planchada como cualquier lunes de la madrugada: un milico de guardia en la puerta del edificio de enfrente, un falcón azul con su botella de lavandina en el techo, un perro echado en el felpudo de una casa y silencio. El mundo dormido. Nada para preocuparse pero... a mí la muerte me había advertido. Me había apuntado con su dedo acusador y pegado un susto de la puta madre.

A la mañana siguiente me desperté a las 10. Prendí la radio, me calenté un café viejo, tomé la pastilla, desayuné con dos tostadas y salí para el laburo. Me saludaban como si hubiese vuelto de una guerra. Abrazos más largos, más duraderos y mi cara haciéndose preguntas en voz baja. Fui al espejo y me miré: estaba pálido y ojeroso. Primero me sentí en las tinieblas, como un hombre que camina en círculo a ningún lado. Que está pero no está. Que quiere pero su pólvora, al disparar, está húmeda y résvala en la cámara y sólo sale el ruido. El pum que es una cáscara, una insinuación que no se cumple.

Llegué a mi escritorio y me quedé en la ventana: gente yendo para todos lados, paradas de colectivos llenas, bocinazos y humo en el aire. Un vaivén insoportable que me abatió más: ¿Qué hago acá?, me pregunté sin encontrar una respuesta. “Quizá, lo mismo que ellos” me dije como escupiendo por lo bajo una granada sucia.
Sonó el teléfono, reunión para mañana, discusión con el jefe y cierre de balance del año. Cuentas y más cuentas. Números fríos que no me dicen nada y que no me corresponden. Colgué y sentí el corazón como una pasa de uva. Algo se desilachaba de a poco.
Desinfle.
Quedó un silencio largo que fue de funeral, como esos pasos pesados que acompañan la marcha fúnebre a una Iglesia. Ese paréntesis de tiempo en plomo. Pam, pam, Campanas, algo que dice que nada va a ser como era hasta hace un rato nomás. De repente siento un chasquido en el vidrio que me escapa del sopor: una paloma haciendo nido en el balcón, que ponía pequeñas ramas con su pico en el masetero y allí donde no había flores construía una casa. Círculos con el pico moldeando una trinchera, un pequeño habitáculo destinado a ser su sala de partos.
Me quedé en el ventanal admirando su paciencia. La certeza de sus decisiones  el amor en sus plumas, el calor de su regazo.
Dos huevos que se rompen y unos poyuelos aleteando la felicidad de existir  Ella los besó. Bah, intuyo que los besaba porque les frotaba con suavidad su pico y yo empecé a sentirme más vivo. Una pelota que se infla. Un pecho que recobra aire.
Bajé la escalera y salí a la calle. Me desabroché la camisa, saqué los zapatos y caminé hacia adelante. El corazón tenía la brújula y marcó el sur, lo seguí liviano, fresco, y cuando quise acordar estaba en la tierra. “Acá me quiero quedar”, dije y la bala cayó como semilla al pasto.

Por Matías Kraber

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