En camino a Florida


(Por Jack Kerouac)

Hice un viaje en coche a Florida con el fotógrafo suizo Robert Frank para encontrarme con mi madre, los gatos, y también la máquina de escribir y una valija enorme repleta de manuscritos; viajamos gracias a una especie de asignación de la revista Life que nos dio doscientos dólares para cubrir los gastos de nafta y comida de ida y vuelta.
Pero me sorprendió descubrir cómo trabaja un artista de la fotografía, cómo logra capturar esas cosas de las rutas de los Estados Unidos sobre las que escriben los escritores. Es bastante sorprendente ver a un tipo que, mientras toma el volante con una mano, levanta de repente con la otra la camarita alemana de trescientos dólares y dispara a algo que se mueve delante de él, y todo eso a través de un parabrisas sucio. Pero después, tras el revelado, las rayas de mugre no dañan en absoluto la luz ni la composición ni el detalle de la imagen; por el contrario, parecen volverlos más intensos.


Salimos de N.Y. al mediodía de un hermoso día de primavera y no tomamos ninguna foto hasta que hubimos superado el tramo tedioso, aunque útil, de la autopista de Nueva Jersey y bajamos a la autopista 40 en Delaware, donde paramos a comer algo en un bar al costado de la ruta. Yo no veía nada digno de ser fotografiado ni nada que me diera material para “escribir algo”, pero de pronto Frank estaba ya tomando la primera foto. 

Desde el mostrador frente al que nos habíamos sentado, se había dado vuelta y le había sacado una foto a un camión con acoplado cargado de coches que entraba en un estacionamiento, pero lo había hecho a través de la ventana y encima de una escena con los restos de comida y los platos de una familia que acababa de irse, sin que la moza hubiera tenido tiempo de levantar la mesa. La combinación de esto, más el movimiento del exterior, los coches estacionados, los reflejos en las partes cromadas y los vidrios y la chapa de esos coches, y los coches mismos y la ruta, la ruta: me di cuenta entonces de que estaba viajando con un auténtico artista y de que se expresaba por medio de una forma de arte no muy distinta de la mía y que, sin embargo, presentaba dificultades muy diferentes de las mías. Al contrario de la idea general que se tiene de la fotografía, no hace falta luz de sol intensa: las mejores fotos, aquellas que tienen más carácter, se toman con la luz mortecina del crepúsculo, o en los días nublados o de lluvia, como pasaba ahora en Delaware, con la última luz de la tarde, el cielo encapotado y los reflejos de la ruta. Ya afuera del bar, como no vi nada especial, seguí caminando, pero Robert se paró en seco y sacó una foto de un poste solitario coronado con un racimo de bombitas plateadas, y un poco más atrás un Paisaje Americano tan indecible que habría estremecido a Marcel Proust... qué hermoso debe ser tener la pericia de mostrar una escena así, en un día gris, y dejar al desnudo incluso el barro, las latas tiradas y los bloques de edificios al fondo, y más lejos todavía la ruta, la ruta de siempre con sus recodos, coches, postes, casas al costado, árboles, señales, encrucijadas... 

Un camión avanza lento por el suelo de grava, Robert se planta delante de él y captura al camionero, borroso detrás del parabrisas sucio, con ojos de loco y mueca desencajada como de indio. Sobre todo, captura el destello de los ojos... También le saca una foto maravillosa a la puerta de un camión que exhibe todas las placas de matriculación posibles de Arkansas a Washington y de Florida a Illinois, con un confuso espejo doble, preparado para que el camionero pueda ver girar el cuerpo del acoplado... son esos pequeños detalles que los escritores tendemos a olvidar. 

Hacia el final del día, la lluvia cae en la ruta, las luces se encienden ya a las tres de la tarde, la niebla envuelve la autopista 40, la humedad nimba los árboles perdidos, los insectos se agolpan en las modernas lámparas de sulfuro, la caravana de coches camino al peaje del Baltimore Harbor Tunnel, todo esto logra capturar Robert como por casualidad mientras conduce y mantiene un ojo en la cámara. De ahí a Maryland, las luces parpadean o pasan como relámpagos bajo la lluvia de las cuatro de la tarde, la mirada solitaria al semáforo rojo de un cruce, los cables del teléfono se funden con el horizonte, donde otro camión pugna por alcanzar alguna meta humana, de retiro, de recreo. Y GULF, el enorme cartel, en el golfo del tiempo... una aparición nada infrecuente y, sin embargo, siempre asombrosa en todos los puestos de hotdogs al costado de la ruta y en la blancura de un motel en un distrito sin nombre de los Estados Unidos, donde las luces rojas de los semáforos parecen dar siempre la sensación de que llueve y las luces verdes una sensación de distancia, nieve, arena... 

Luego la chica de color que ríe cuando recibe al atardecer el dólar del peaje en el Potomac River Bridge, el tablero iluminado. Después, más allá del puente, el destello y el misterio de las luces de los coches que pasan, que llegan y se van (esto es algo que un escritor no podrá nunca apresar en palabras), los viejos malecones de madera, lejanos, imposibles de fotografiar, que se pudren en el barro y los arbustos, el Potomac en Virginia, escenario de batallas de la Guerra Civil, la vista de ese país conocido como The Wilderness, toda la tristeza del acero a lo largo de un kilómetro y medio mientras las aguas corren, indiferentes a la delirante invención de América, a sus fotografías, a sus palabras. El brillo de la lluvia en el pavimento del puente, el color rojo de las luces de los frenos, los reflejos grises en los claros del cielo con el sol oculto hace rato por la lluvia y los cerros de Maryland. 

Ahora llegamos al Sur. Es algo muy deprimente conducir por la noche por Richmond, Virginia, bajo una lluvia torrencial. Pero a la mañana, tras un sueño breve, los Estados Unidos vuelven a despertarse y ahí arriba está de nuevo el sol de la mañana y el pasto fresco y húmedo y el tipo que viaja a dedo durmiendo de espaldas al sol, con la bolsa de dormir y una valija de cartón, mientras pasa un coche por la ruta — sabe que llegará finalmente adonde quiere llegar, ¿por qué no dormir un rato? América es suya.
 Y más allá de su sueño, los árboles y el carguero A.C.L. que avanza lentamente por la vía principal, y los rellenos de arena en el césped. Me siento en el coche y observo con asombro a este artista de la fotografía que acecha a su presa como un gato o como un oso hambriento, en la hierba y en los caminos, y que dispara a todo lo que se mueve. ¡Cuánto me habría gustado tener yo también una cámara, una cámara mental y enloquecida que registrara tomas pictóricas, tomas del propio artista de la fotografía que persigue la toma definitiva! — una epopeya en sí misma. Llegamos hasta Rocky Mount en Carolina del Norte donde, en una subasta de ganado en el suburbio, centenares de sureños sin trabajo se amontonaban en un lodazal que asemejaba la estepa rusa mirando con atención los artículos que el mercader exhibe en el baúl de su coche nuevo... está sentado ahí, melancólico en el día gris sureño, con mandíbula grande, delante de sus herramientas, taladros, dentífricos, tabaco para pipa, anillos, destornilladores, plumas fuente, mientras el ganado muge y se siente en todas partes el frío de la llovizna y de la desesperación. “Aunque nunca estuve en Rusia”, me explicó Robert Frank esa mañana cuando tomábamos café, “me imagino que los Estados Unidos son más parecidos a Rusia, en el sentimiento y en la apariencia, que a ningún otro país del mundo... las grandes distancias, los rostros, las familias que viajan...”. 

Seguimos, y cerca de Carolina del Sur nos bajamos del coche para tomar una foto delirante de un parador de la ruta, ya en ruinas, que anunciaba todavía “La cena está lista, aquí, bienvenido” y a través del edificio se veía el campo y las excavadoras que hacían su trabajo de demolición. En un pequeño poblado de Carolina del Sur, y ahora era yo quien conducía despacio por la calle principal, Robert se asomó por mi ventanilla y capturó la imagen de tres chicas jóvenes que volvían a casa del colegio. Al sol. Se quejaron: “Dios mío”. Más adelante, la chica con rulos en el asiento delantero, su madre estacionada en doble fila delante de alguna tienda. Y un coche aparcado al lado de un restaurante al lado de un baldío de chatarra, y en el asiento trasero, tenso, un gatito asustado... el pathos de la ruta y de la América Moderna: “¿Qué hago entre toda esta chatarra?”. Nos desviamos de nuestro camino para visitar Myrtel Beach, Carolina del Sur, y vimos allí a una chica pensativa apoyada en un pinball para espiar los resultados de su novio. 

Un poco más abajo está la ruta de McClellanville, Carolina del Sur, escenario de preciosas casas viejas, habitada por una paz increíble, y la vieja Coastel Barber Shop, cuyo dueño, el octogenario señor Bryan, decía orgulloso: “Yo fui el primer barbero blanco de McClellanville”. Le preguntamos dónde podíamos tomar un café. “No hay ningún lugar, pero vayan a la tienda, compren una bolsa de café molido y tráiganla, tengo aquí una buena cafetera y tres tazas...”.
 El señor Bryan vivía casi sobre la autopista, a unos pocos kilómetros, donde “lo único que me gusta hacer es sentarme en el vestíbulo y mirar cómo pasan los coches”. Quería hacer un negocio con Robert Frank por la “Stationwagon”, de 1952. “Tengo un hermoso Ford modelo 36 y otro coche.” “¿Es muy viejo el otro coche?” “No es muy nuevo... pero ustedes, muchachos, necesitan dos autos, ¿no es así? Se van a casar, ¿no?” Insiste también en cortarnos el pelo. Corte y peinado en el viejo estilo de las barberías, le hace al fotógrafo un extraño corte de pelo y se ríe con una risita extraña y recuerda cosas del pasado.

La peluquería no cambió nada desde que el fotógrafo Frank pasó por ahí hará cinco años para fotografiar la tienda desde la calle, e incluso las botellas de la repisa son las mismas y aparentemente ni siquiera las cambiaron de lugar. En la ruta de la ciudad, las casas de colores de McClellanville, un funeral negro. Strawhat Charley con cicatriz de hoja de afeitar mira por la ventana de su coche negro, “Sssi”... 

Y las tumbas, simples montículos cubiertos con caparazones de almejas, y a veces una simbólica botella de Coca-Cola. Cosas que la palabra no puede capturar, el triste poema de la muerte... Dormimos un poco más, y Savannah a la mañana. Dando vueltas nos encontramos con un camión de basura nuevo de la Ciudad de Savannah con fantásticas cabezas de muñecas que guiñan los ojos mientras el camión avanza trabajoso por las afueras del pueblo y las mujeres salen en batón a supervisar... las muñecas, la bandera de los Estados Unidos, la herradura en el parabrisas, los emblemas, espejos, y las admirables lanzas, y el propio jefe de conductores, hombre de color, ataviado con botas y gorra y con el cuchillo de la “basura” en el cinturón. Dice: “Espere un momento que demos la vuelta a la esquina y le saca entonces una foto al camión al SOL”, y Robert Frank se lo agradece... sale a cazar a la mañana en las callecitas de Savannah con su cámara que todo lo ve... Es el Dos Passos de los fotógrafos estadounidenses. 

Investigamos estaciones de ómnibus, captamos a un muchacho del sur que esperaba en la Puerta Uno de la estación y señalaba un mapa y decía: “No sé adónde va esta línea”. (“¡La nueva aristocracia del sur!”, gritan mis amigos cuando ven esta foto.) 

La noche, y Florida, la solitaria noche de la ruta con señales níveas en una encrucijada desolada que muestra cuatro direcciones ilegibles que llevan a ninguna parte, y los coches fantasmas que pasan. Y las tiendas al costado de la ruta de Florida, pelícanos de arcilla pegados al pasto, una tienda dulce, salvo cuando se les saca una foto de noche contra los faros de los coches. Un camping para casas rodantes... una pileta de natación... musgo español adherido a los árboles... y mientras hacemos guardia y nos escondemos para fotografiar un pony blanco al lado de la pileta vemos que cuatro ranas flotan subidas a una rama en el agua cerúlea... miren bien y juzguen por sí mismos si las ranas no están meditando. 

Una casa rodante Melody Home, con canarios en una jaula colgada en la ventana, y al avanzar un poco, el inevitable zoológico de Florida al costado de la ruta y el cocodrilo que duerme un sueño de mil años y a quien la pereza le impide sacudir el hocico recalentado y sacudirse las cáscaras de maní depositadas en la nariz y los ojos... distraído en su propia salsa. Otros campings más sombríos, como ese de Yukon, Florida, con el bote con motor fuera de borda montado sobre ruedas, listo para salir, y el tanque de butano, la hamaca nueva al sol, la sillita de lona del bebé, la esposa, lánguida y linda, que se asoma con un cigarrillo en la boca... y más allá de ella el pasto y los pantanos... 

Ahora ya estamos en Florida, vemos a la señora del vestido floreado en una tienda de Orlando, mira postales de flores, del estante; llegó por fin a Florida y tiene que mandar postales a Newark. Domingo, la ruta a Daytona Beach, los chicos en el Ford con los pies descalzos encima del tablero, quieren tanto al coche que incluso en la playa se acuestan arriba de él. A los estadounidenses no se los puede separar de sus coches ni siquiera en la playa más hermosa del mundo, toman sol prácticamente debajo de la chapa caliente de sus coches eternamente nuevos... 

Los Salvajes en las motos, con camiseta, botas, lentes oscuros, pantalones de Ivy League y la delirante pintura de las motos, y más allá, la pura confusión de coches cerca de las olas. Otro “salvaje”, aunque no tan salvaje, le habla cortésmente desde la moto a una familia joven que toma sol en la arena al lado del coche... al fondo, otros hablan apoyados en los paragolpes de los coches. Algunos críticos de las fotos de Frank le preguntaron más de una vez: “¿Por qué saca tantas fotos de coches?”. Y él levanta un poco los hombros y contesta: “Es lo único que veo en todas partes... Eche usted también un vistazo”. Echen un vistazo, un día sereno en el que las olas del Atlántico bañan la arena color perla, para donde uno mire coches, siempre coches, Cadillacs con aletas de pez, una mujer joven toma aire con su bebé entre diezcoches, o familias enteras acampan debajo de toldos tendidos de coche a coche en las entradas a moteles tristísimos. 

La gran foto, la definitiva, Mrs. Jones de Dubuque, Iowa, recorrió dos mil quinientos kilómetros para darle la espalda al océano y sentarse detrás del baúl abierto del coche de su marido (vendedor de coches), aburrida entre mantas y ruedas de auxilio. Una lección para todo escritor... seguir a un fotógrafo y mirar aquello que decide fotografiar... hablo de un gran fotógrafo, de un artista... y cómo lo hace. Resultado: sea lo que sea, son los Estados Unidos. Es la ruta americana y obliga todo el tiempo a que uno abra los ojos.

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