Escribir andando


(Al pancho Márquez, con cariño)


Escribir como sea. Escribir de a ratos. Fragmentos, pedazos, algo. "Aunque sea una carta a la novia por día", decía un profe de la escritura. Hace más de un mes que no tengo compu y escribo de un chorro, cuando puedo y en cualquier circunstancia como si estuviera a bordo de un micro que avanza como un yacaré en las rutas de tierras bolivianas. Sigo, escribo y sigo. 
La escritura en el camino es la forma. O al menos la mía. No me gusta pensar que el que lee, ese lector del otro lado, me imagine sentado en un escritorio y envuelto en paredes fijas. No. Prefiero el movimiento. La picazón del movimiento. Las palabras que se enhebran con los kilómetros recorridos entre mi casa y el bus Norte Azul al laburo cualquier mañana de otoño o yo montado en un avión que va al Aeropuerto de Barajas en Madrid desde Santiago de Chile, que cruza ese montón de montañas blancas-chocolate de la Cordillera de los Andes para después atravesar el Atlántico hasta la Península Ibérica. Mirar en vista cenital el diagrama de una capital como Madrid que se yergue a lo ancho del centro del territorio español o Barna, con su azul Mediterráneo desde arriba y las montañas del Montjuic al otro extremo de la city. O en el bus que me traslada del Aeropuerto de Granada hasta el centro de ésta ciudad andaluza: una perla de historia árabe con aires gitanos.

Siempre hay fragmentos de escritura por todos lados. Un rompecabezas para armar, pero nunca para desarmar. Cuadernos con retazos de viajes que están allí con los libros, codo a codo, tal vez esperando mimetizarse con esa larga distancia de crónicas imperfectas como las de Kerouac por las rutas norteamericanas a San Francisco o Denver. O con un London por lo más inhóspito de los valles, las montañas o los barcos de norteamérica con Europa. Caparrós por el interior de esa Argentina tan mixta, vasta y heterogénea, Walsh con crónicas de leprosos del otro lado del río o carnavales atemporales en Corrientes. Arlt y su radiografías urbanas de los 30. Ese cristal de los 30 que añoro y hasta a veces siento propio como un otro yo que está más allá de mi mente. 

En esos escritos está el primer viaje a Chile desde San Juan, emulando a San Martín en un burrito que parece arrancado del paquete de yerba Cachamay. Está el miedo que se derritió con la nieve. Hace ya 6 años de la experiencia trashumante por las cornisas y la dimensión del tiempo me lo recordó la fatídica pérdida del gran Pancho Luis Fernando Marquez, mi puente con esa viaje y a la postre con otros.

Hace ya 6 años que arrancaron los viajes, uno tras otro, como chichones de montañas que pasé con la mula aquel febrero de 2011. Desde ahí, siento que ganó el movimiento. El tipo que camina por la ruta que sea y anota. Escribe. Retrata. Sea un camino, un hombre y una mujer, un beso,la línea del Ecuador, un accidente o una espera. Mientras la mano se juega un tute contra el tiempo muerto, y jura, que en esa manía de no quedarse quieto hay una telaraña, de palabras, que va tejiendo el ahora con el infinito.


Se rompe el cristal del tiempo. Las fronteras son mentales, como esa frase que quedó en loop después de mi primer viaje a Colombia por unos 4 meses que fueron la vida misma.  Ya no sé cual fue antes ni después, todos los trayectos forman un especie de espiral en el que giran postales, personajes, canciones y anécdotas. Uno dispara al otro. Una caja china que lleva a otra caja china. Un desorden que tiene sentido, o al menos que lo prefiero. Prefiero contar de manera no lineal, por disparo de esencia: lo que me asalta es lo que cuento.
Pero para que el lector se haga un croquis mental le resumo que después de cruzar los Andes en una mula por 7 días en Valle de Los Patos (San Juan a Chile), siguió un viaje a Perú- Ecuador que duró 2 meses trazando una línea recta de Lima hasta la provincia de Esmeraldas, territorio afroecuatoriano sobre el pacífico.

Un año después, llegó
Colombia por 4 meses en el que conocí al Parce y craneamos nuestro próximo destino que sería un documental en el camino: La Plata a Cuzco, uniendo puntos de cultura. El pájaro sos vos, casi una hora de película con entrevistas y crónica itinerante. Un documental no tradicional que sobre todo son dos puntas de un mismo lazo, colombiano-argentino, que se unieron para hacer una experiencia trashumante.
Más tarde, llegó mi viaje de Brasil a México empezando por Río de Janeiro y llegando a Colombia después de atravesar el Río Amazonas en un barco de carga repleto de familias humildes que se desplazaban para visitar a sus familias en tiempos de navidad.

Días enteros escribiendo en un cuaderno, acostado en mi hamaca, mientras el calor apretaba debajo del techo de chapa. El pulso me salvaba: a partir de escribir pude teletransportarme. Ir hacia los abrazos que necesitaba. Descargar incluso las verdades más recónditas. 

Luego, la navidad sin festejos en la selva de Leticia invitada por la señora Marcela: una pasajera como yo, que viajaba de Manaus a su tierrita colombiana después de meses de no volver a su casa. Días adentro de un rancho de madera en una calle de las periferias de la ciudad. La lluvia sin freno, los patos nadando en lo que se suponía sería el patio. Yo, Marcela, sus dos hijas y su yerno, alrededor de una pequeña mesa comiendo tamales con chocolate. Compartiendo lo que hay para todos, con esa dignidad de los humildes, mientras afuera la selva se regaba con la más poderosa lluvia tropical y nadie podía salir. O sí, pero corrías el riesgo de enterrarte en el barro como me pasó una tarde en la que cesó la tormenta. 


Al irme, llegué a Bogotá por unos meses. Fue como volver a casa. Debíamos terminar la edición del documental El Pájaro sos vos y el cotidiano con el parce fue andar la capital rola en bicicleta. Ver el Abrazo de la Serpiente, entrevistar a uno de sus guionistas y presentar el piloto del documental en el Festival de Cine al Campo en Rakkira silvestre en plena tierra boyacence, a dos o tres horas de la gran urbe. Además del ocio productivo que nos caracteriza en la convivencia con el parce.

Seguí rumbo, dejar Colombia siempre es una nostalgia. Un desatino controlado. Seguí a México, a Cancún después de pasar por Panamá City, y me dejaron en un cuartucho con otros colombianos detenidos. Dos de Medellín, un Caleño y yo en un caja de zapatos que oficiaba de sala de detención a pasajeros sospechosos. Ellos estaban con los ojos astillados de rabia e impotencia. Yo llegué más fresco, sabía que lo peor que podía pasarme era que me devuelvan a Argentina. No tenía nada en el bolso que me pudiera comprometer. Después de unas horas me habilitaron el paso y entré a la tierra de Mayas y Aztecas sabiendo que me iba a enamorar con la intensidad de una borrachera de tequila. Así fue, como la canción de Juan Gabriel. " No te aferres a un imposible". 


Volver al pago, no hacer pie, sentir que me hundía en el peor de los pantanos con toda la densidad de los viajes a cuestas. De General Alvear a La Plata: la sede más estable de éste nomadismo que fueron los últimos 6 años de mi vida.  Esta ciudad ya es mi punto de fuga: desde acá salto al vacío y "siempre estoy volviendo" como le repetía  Aníbal Troilo a sus amigos del barrio que lo reclamaban. Volví a la misma redacción, a la que alguna vez Luís Fernando Pancho Márquez me mandó la invitación para el Cruce de Los Andes. Volví a mi casa que ahora es otra, al igual que yo mismo después de todo este camino que se ha venido conmigo.



Matías Kraber 

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