Tucumán

No usar papel rayado para escribir. Saltearse los casilleros y tocar el cielo de una. Después del cielo volver a la tierra como por un tobogán existencial que no deja de ser una montaña rusa. Dientes apretados como la actitud del cholo ante un clásico con Brasil. Marcas de guerra y las kriptónitas que todos tenemos. El lado frágil como una caja llena de cristales o el coraje del gaucho cojudo que encara palante como un toro. El ying y el yang, la dualidad en su máxima expresión: “la luna también te aluna”, me dijo una vez una mujer sabia. La luna, el blanco del poeta, también te puede meter en un fango en el que salimos un poco cabreados o con la mansedumbre de quien metió los dedos en el enchufe. Las recetas no existen. O si existen también queman por su postura sabelotodo de anticiparse  a la jugada y la experiencia es el peine que te acercan cuando ya estás pelado. 

El riesgo, la adrenalina, esos "barcos que viajan de país en país mientras la luna no siempre es la misma (“y vos te va a ir, solo en la habitación”). Son distintos faroles que alumbran o distintas uñas las que rasgan nervios como cuerdas de una viola. 

Domar la ansiedad como a un caballo salvaje. Poder frenar el frenesí del vértigo y las tómbolas de la cabeza. El hombre que está solo y no espera morfa y escribe en una servilleta de papel que siempre es un arrabal de bodegón con viaje. A veces son palabras sueltas como migas de pan. Otras son un budín o una poesía como un barrilete. Algo que se remonta desde el centro de uno mismo vaya a saber a dónde. “Tucumán”, dice el chamán, “Tucumán en quechua es hasta acá, un límite que pusieron los Incas cuando bajaron conquistando tierras sudacas del Noroeste argentino por el Tahuantinsuyu. “Tucumán”, me digo como el límite a mi mismo, ese territorio etéreo en donde pongo el freno pero también pongo la bala como una semilla en el barro, mientras bebo esta copa de vino, esta certeza violeta en la boca, este carpe diem que es la vida misma. Un ahora intemporal en el que “mi canción es un antídoto liviano”.


Cuando estuve en Tucumán fue un momento. Una tarde perfecta. Un momento análogo al tamaño de una provincia que cabe en la palma de la mano. Fue una tarde de sol de desierto, subimos la cuesta de los Quilmes, ahí arriba con los cardones como hombres y mujeres filosas. Me quedé ahí hasta que llegó un cóndor y me pasmé de tanto silencio. Compartimos una eternidad de minutos en la cima. Un respeto. No sé cuanto fue, pero fue un ápice alucinante para el cuadro. Después, creo que ya era otro tipo. 

Matías Kraber

Comentarios

musica para saltar el cerco ha dicho que…
Uno de los mejores ensayos que le leí amigazo ! Abrazo grande

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