Laberinto II


El laberinto dos lo pensé un domingo a las 3 de la tarde. Verano invencible como Camus y la canción de un amigo. Me vi de 10 años explorando placares hasta que pesqué un casete viejo que tenía otros colores y letras a los típicos TDK rojinegros o grises casi transparentes.

Era un casete distinto. Todo negro con letras plateadas y amarillas. Si bien tenía sus años denotaba no hablar español. Corrí al grabador y le puse play en la pieza en la que ensayaba mis locuras de un programa de radio eterno. Un radioaficionado permanente. La cinta giró y con precisión trajo una voz parecida a la de mi viejo cuando era joven, pero no era mi viejo. Era una cinta en la que se oía el mar. La danza de las olas que rompían a lo lejos de esa voz que estaba en primera plana. Era mi tío Raúl. Yo no llegué a conocerlo, ni siquiera mi primo Luís -su hijo- pudo conocerlo porque tenía un año cuando lo mataron en un asalto en Montegrande. Mi primo vivía en Temperley y venía a casa todos los veranos a principios de los 90. También de pibes pasamos vacaciones enteras juntos o con el abuelo Héctor debajo del Tilo de la vereda de casa en Alvear.

El tío Raúl dio la vuelta al mundo en la Fragata Libertad a fines de los 70. Le tocó el servicio militar y pidió ser Marinero para tener ésta posibilidad: viajar arriba del barco argentino pisando puertos de los distintos océanos del planeta. Ahí cuando le di play, les hablaba a su familia: mis abuelos y sus hermanos. Que estaba bien. Que hacía un par de días que no veían costa. Que la vida mar adentro es difícil pero te acostumbras. El tema es agarrarle la mano a dormir porque con el bamboleo del agua el mareo es inevitable. Que pasaron por Brasil hacía un mes y las playas que conocieron tenían mar turquesa con peces de colores. Que seguían rumbo para el lado de África. Y no sé qué más.  Fueron un par de minutos que me habló mi tío por un radiograbador en la pieza. Yo estaba helado. Una voz como la de mi viejo pero que no era la de él. Alguien muy cerquita que no conocí. Una voz nítida para ponerle materialidad a la ausencia.

Puse stop y quedé un rato congelado de sorpresa. Había pescado algo importantísimo. Un código secreto de mi viejo en un rincón de mi casa. No sabía si él sabía. Apenas llegó a casa directo a afeitarse lo atropellé mientras se ponía la espuma de afeitar con la brocha.

- Che pa, encontré algo- le dije de una mientras se miraba en el espejo de refilón.
-¿Qué encontraste, hijo?- me respondió con voz tierna.
- Un casete. Quiero que lo escuches.
- A ver, ponelo, mientras yo me afeito- me dijo mientras comenzaba a pasarse la gilette de abajo hacia arriba en la zona de la nuez. Puse play y se le ensombreció el gesto. La ternura viró a una voz más pesada- Es el tío Raúl… Sí, nos grababa casetes de 90 minutos para contarnos de su viaje. No le gustaba escribir. Se compró una grabadora en Río de Janeiro y nos iba grabando.
Mi viejo dio la información y se clavó ahí. No quiso siquiera seguir escuchando. Yo había tocado una herida abierta sin darme cuenta de mi emoción de haberlo conocido por primera vez a mi tío del que hablaban siempre en las sobremesas de la casa de la abuela.

- Bueno, pa… Me dejas dárselo a Luis…  Creo que lo tiene que tener él- le dije en mi apuesta final.

- Sí hijo. Dáselo. A mí no me hace bien escucharlo.

El casete se lo di a mi primo. No sé cuál fue su primera sensación al escucharlo. Yo no estuve ahí. Se lo di como un tesoro que él debería abrir cuando estuviese solo. Así lo hizo. Después ganó un poco el tabú. Yo sabía que le había dado algo fuerte y al mismo tiempo importante.

Ahora lo recuerdo mientras son las 3 y 28 de un domingo con 35 grados de sensación térmica.
Me pregunto qué puerta abrió mi primo al escuchar la voz de su padre ¿Qué pudo tejer entre esa voz y la figura de la ausencia?

Me gustaría que él me cuente su propio laberinto. Yo creo que de ahí puedo encontrar la salida de ese que abrí mientras pescaba rarezas en el cuarto en el que estaba guardada la voz de mi tío mientras dio la vuelta al mundo.


Matías Kraber

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