Barcelona como la libertad

No quiero que suene a cliché viajero,  pero sospecho que ya lo es: Barcelona es alucinante. Una ciudad para soñar despierto mientras le pego largas pitadas a un cannabis sativo que me hace viajar dentro del viaje. Voy del Example al Borne o del Gótico al Raval en callecitas que siempre me parecen nuevas y tienen más de 200 años de misterio entre ramblas, montañas y mar. Todo a pie o en el metro. 

Me pierdo y me encuentro siempre mirando para arriba como un inspector de aviones en la capital de una Cataluña libre luciendo banderas en balcones de edificios viejos. Unos balcones que funcionan como síntesis, el souvenir en miniatura de una ciudad alucinante que es visitada por 7 millones de turistas al año.   


Primero: Gaudí. Antoni fue el primer mentor para que Barna se convierta en esta capital del turismo en habla hispana-catalana. Un arquitecto surreal, cuya mirada creativa deformó las reglas clásicas de la construcción hasta traducirlas en un derretido lisergico que marea apenas uno posa la mirada en cualquiera de sus obras. Una ondulación del cemento. Una marea de formas en La sagrada familia, el Park Guell o la Pedrera.

Segundo: Messi. Entrar al Camp Nou es entender la hazaña de un enano que se convirtió en Gulliver. Un petiso argentino, hincha de Newell´s,  que consiguió los años más gloriosos de la Historia del Barsa desde que pudo crecer literalmente para vestir la 10 del primer equipo dirigido por Pep Guardiola y revolucionar el fútbol mundial a fuerza de un tiqui tiqui sin precedentes.

El primer tour gastronómico lo hacemos con Laureano -periodista argentino freelance que vive en Barna desde 2009- y es un sitio de comida india. Un plato gigante de poyo al curry con arroz por 5 euros. Un pan árabe delicioso que al abrirlo desprende un queso fundido con un sabor tan singular como el toque hindú. Por el tele, miles de musulmanes giran sobre la meca al revés del sentido del reloj. El televisor está en mute pero la mirada de los parroquianos se dirige a la pantalla. Se oyen los cubiertos contra los platos y nosotros en el medio comemos con un picante que queda en el paladar y comenzamos a atenuar con un par de Estrellas de Galicia mientras zigzagueamos por las calles que Laureano conoce de memoria. 


El mediterráneo es una pileta azul sin oleajes. Una piscina de niño con el agua tibia. Hace frío esa tarde en Barna y pisamos la arena fina para hacer contacto con el otro lado del mar. En la costanera, senegaleses venden las camisetas del Barsa con la 10 de Messi estampada en la espalda. Se cruzan los idiomas: el catalán impera, pero el español, el ingles y el francés parecen monedas corrientes una tarde cualquiera del comienzo de la primavera al noreste de España.
Caminamos frente a un Hospital Público que tiene su sala de espera con vista al mar. "Nunca un enfermo esperó con tanto paisaje", pienso al ver un cristal gigante del tercer piso del nosocomio en donde todo parece lujoso y ordenado. Seguimos por la Barceloneta con Lauren y nos chocamos con un club de fútbol de la zona que lleva el mismo nombre en colores amarillos, rojos y azules. Entramos al estadio y no cobran entrada para un partido de la liga regional en la que disputan los locales contra un bando de camisetas azules.

Nos sentamos con unas cervezas y un vaso repleto de aceitunas que son un viaje en oliva. Nunca comí una aceituna tan sabrosa como esa tarde en La Barceloneta, viendo jugar a su club y ante los comentarios futboleros más graciosos que oí en mi vida. " Ese arbrito no sirve ni para patatas", "Ale Barceloneta alé alé". Los pocos hinchas están con bufandas del cuadro y uno se pasea por las tribunas vitoreando a su equipo. Habla solo. Camina en círculo.  Otros están amontonados a nuestra derecha y toman un tinto mientras ven el partido. Se quejan de un hincha que llegó envalentonado, directo a fastidiar a los jugadores, un barbudo de campera de cuero con voz de Joe Cocker pero acento españolísimo. 


Me río de los comportamientos futboleros. Me suenan graciosos. Pasan veinte minutos y yo empiezo a gritar a lo argentino que corran. Que abrí. Que meté. Y después, ellos se ríen de mí. Nuestro equipo comenzó ganando 1 a 0 y perdió 4 a 1. Los hinchas, como los del Barsa, se fueron antes del pitazo final del referí "que no sirvió ni para patatas".

Barcelona es una mixtura entre el glamour y el cosmopolitismo cultural. Una fusión de estilos que pasan de un Paseo de Gracia en la que los locales femeninos son vidrieras notables con un primer mundo que asusta. Sofisticación parisina. O el Corte Ingles: un shopping carísimo que le pone el toque londinense a la ciudad. Uno camina por esos lares y el contraste de vestimenta es fuerte. Esteticismo al palo. Elegancia a lo Francia con hablado catalán, creo que no hay mucha diferencia. Incluso, la indifirencia, suele ser la misma. 



Sin embargo el Raval es arrabal. Hay cruces con La Boca o con San Telmo, pero con el poder de estas tierras que son mixtas de influencias. Conventillos pero más prolijos y todo el mundo viviendo por allí: Pakistan, India, Argentina, Colombia, Alemania, Portugal. Muchísimos más. "Pero los peores son los de Europa del este", me dice una amiga. Ellos no respetan los horarios, gritan, toman y viven a contramano de la gente según ella.
Los Pakistaníes, varios, venden Hachís en las esquinas con su mirada reptiliana decidora.
Los indios, cocinan por 2 euros un Keebab que es milagroso. Viaje en sabor. "Bueno, bonito y barato". Los argentos son meseros, cocineros de pastas e incluso muchos desembarcaron a establecerse como odontólogos después de los 2000 porque era un déficit que existía en Barna.

Otros, como Lauren, escriben de la vida cultural de una ciudad que es infinita en programas. Murakami puede presentar su último libro, Vila Matas puede ser premiado a mejor novela del año, Arcade Fire puede brindar un concierto o Manu Chao salir a tocar gratis por la Rambla una tarde de semana. " Rambla pa aquí, rambla pa allá, esta es la rumba de Barcelona", y uno no para de moverse con una ciudad camaleónica que cambia de colores según que calle se pise. "Me llaman calle", canto bajito y  me
 dejo atravesar por ese espíritu de esta ciudad y creo que, tras unos siete días, ya no soy el mismo. Siento que me iré a acordar de ella para toda la vida. De las cuatro barras y de la estrella blanca de su libertad. 

Por Matías Kraber 







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