Santiago, pisando nubes

Me voy de Santiago con una llovizna que riega el asfalto. El celador, Hugo, con bigote y estatura mexicana pero tonada chilena santiaguina se despierta con mi buen día y se sacude en su silla como un perro mojado. Ve mi guitarra y me pregunta si la puede tocar. No soy fan de prestarla a primera vista a cualquiera, pero él tiene un encanto. Anoche nos fumamos un cigarrillo en su living de sereno, mirando al televisor y con la cochera del motel de fondo a metros de la Alameda. Un paisaje gris de subterráneo con las marcas de coches importados de fondo, impecables y estacionados. La tele encendida con la tonada chilena hablando de fútbol, de chismes y del paro en Argentina un 6 de abril de 2017. Fecha en la que no aterrizaron aviones ni en Ezeiza ni en el Aeroparque Jorge Newbery de Buenos Aires. 


"Disculpe señor no es un problema nuestro", escuché el monocorde discurso de los empleados de Latam en España y en el país trasandino unas casi 36 horas de aeropuertos. Mi estadía en la nube. En el no lugar del tiempo donde es cualquier hora y se come la comida de la globalización. Ahí comiendo estoy cuando Mauricio Macri, dice con tono porteño, en el Forum (Asociated United Express) que "qué bueno que es estar acá, trabajando". "Y yo justo en Chile", pienso. Un país que siempre evité porque le noté, siempre, su alianza de cobre con los yanquis. La puerta de atrás del patio de Sudamérica. La arena del desierto para el monitoreo astronómico en Atacama, el socio de las importaciones perfectas y el gurú de la Alianza del Pacífico. Ojo que también en Chile hay una Camila Vallejos, amantes de Violeta y de Víctor; pero lo real es que esa historia tercera posición que en Argentina -con contradicciones- es el peronismo, en los trasandinos no existe. O si existen son los cristianos que siempre están más dispuestos a compartir el pan con la oligarquía que a doblegarse con afán de pueblo. 

Yo, ahí. En Santiago de Chile. Una ciudad que huele a gris. Que tiene sus rascacielos y sus parques impolutos. Pero también su Miserere en Plaza de los Héroes donde bajo del colectivo que hace el trayecto terminal/ centro. Huela a Arepa venezolana, veo que los venezolanos están viniendo a Chile. Una señora hace pizzas con jamón y las calienta en un pequeño horno eléctrico en medio de la vereda. Después, aceite que hierve lento y el chirrido de la sopaipilla que entra para freírse hasta tomar un marrón arena. Morfo una pizza y la señora me cuenta que esta zona es brava. "Sobre todo de noche", me dice y sé que no exagera. Que tiene el termómetro de la calle, como lo puede tener un panchero del abasto en Buenos Aires. 
Mi motel está a una cuadra de ahí. Allí está el Hugo, el celador, y me pide la guitarra. La agarra con sus dedos mochos y la rasca con felicidad hasta hacer sonar una cueca chilena que galopa rabiosa. Suena el eco en la cochera mientras sigue lloviznando en la Alameda y arriba en las habitaciones del motel los amantes ocasionales están en sus paréntesis de goce. 

Por Matías Kraber

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