El voyeur de historias

Me gusta buscar historias detrás de la cerradura. Un voyeur de la historia singular, podría llamarme. A veces está en un detalle: la manera que cantaba ese reo en las calles de Bogotá vieja, ese reo de barba larga y descalzo cual músico jamaiquino pero haciendo Copa rota a ritmo de bolero. El tatuaje en la tibia de ese caleño con el escudo de Independiente en una noche aguardentosa. Esas cuatro señoras de setenta y pico tomando whisky y echando mierda alrededor de una mesa redonda una de las tantas noches lluviosas cachacas. Ese hombre -del que la radio habla mientas voy en el taxi- que hace jueguitos con una pulpito en una ochava del barrio de Congreso en Capital mientras los transeúntes le dejan chirolas en un sombrero de paja. Mis ojos en los ojos de ese mexicano hosco en un mediodía de Mazunte, una playa del pacífico, cuando parece que se paraliza el tiempo en un segundo mortal. Pero no. Ese yorugua que se llama Ernesto y me hospeda en su casa de Alter Do Chao en Brasil, esas charlas con él mientras sofreímos cebolla y morrón, llueve fuerte en el litoral brasileño y me cuenta de sus aventuras como buscador de oro en la Amazonía brasileña-boliviana. ¿Qué más?, escribir sin parar en una prosa espontánea como reza Jack Kerouac: así es posible algo símil a la tele transportación, mientras la memoria se desoxida y el lector se envala en éste viaje que sigue. El polaco y yo montados en un colectivo que serpentea de Bogotá a Medellín mientras pasamos los estadios del miedo al amor en casi 23 horas con 20 colombianos borrachos arriba. Ese joven campeón de surf mundial en Huanchaco Perú y su familia que nos cocina un poyo a las brasas con papas a la huancaína un fin de año peruano en Trujillo. La señora colombiana y yo en un barco por el amazonas brasileño, la navidad sin brindis en su casa en la selva de Leticia con el croar de las ranas de fondo. La uña de la gran bestia: ese trago que sirven desde un bidón gigante en un barco encallado en la arena, al final de la costa en Canoas, Ecuador. ¿ Qué más? Bondis eternos, sueños pesados en los aeropuertos, unas horas densas en un cuarto de espera en la aduana de Cancún al ingresar a México, una caminata con estrellas y 4 perros de guardas una noche cordobesa de Icho Cruz a Villa Carlos Paz con mi parce el Fercho. Todo eso miro por la visilla del tiempo otro de los domingos que incitan a escribir, algo así como al borracho a su propio bar. El ojo espía por la cerradura del tiempo y después me cuelo por ese filtro singular, que es una manera de reencontrarme con ellos y conmigo mismo.

Por Matías Kraber 

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