El mar de la memoria

La memoria es una gimnasia que se ejerce contra la ley de gravedad. La caída, el olvido, la fuga, la pérdida. La memoria está ahí como un buzo que se sumerge en el fondo del mar y se choca con los peces de colores, los tiburones o los pulpos. Ingresa al fondo y entiende que hay otras vidas, muchas, incluso otro mundo dentro del mundo que habitamos los humanos. 

La memoria es un anzuelo que se arroja a las profundidades. Un pequeño marco, un salvataje, la aguja y el hilo para cocer todo un agujero negro que se abre entre el acontecer y el tiempo. 

En la suma interminable de sucesos que es la vida cotidiana, aparece un colador por la que se filtra una información sensible que sobrevive como  semilla o espermatozoide. Sobre cajas chinas, una que conduce a otra; ahí aparece la memoria como un punto y aparte en el caos. Una pequeña isla es la memoria: ese archipiélago que se yergue como una señal de existencia. Un clavo puntiagudo en donde también sangra la historia. O una canilla que le abre el grifo al agua potable que viene de la lluvia para ser reutilizada. 

Alguna vez oí que los peces no tienen memoria.  Se jactan del presente puro.  A lo sumo tienen 30 segundos para retener la información. Después, no hay un adelante ni un atrás. Hay un centro.Un pequeño intervalo de 30 segundos que puede durar el knocaut de un boxeador. O la suba de un piso en el ascensor. O la imagen del rayo y su eventual sonido. Eso: dos testigos del eclipse en el cielo, de un hechizo que dura nada y después del milagro, la normalidad más llana de todas.“Y lo más resbaladizo, es creernos sin memoria. Y eso pasó. Fue”.  






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