Un tren del Once

El túnel se hacía eterno, mis piernas cansadas al ritmo de aquellos que rondan aquí y allá en el monte de hormigones salvajes.

El reloj lanzaba las 22hs., horario en que mi espalda y hombros sólo querían retozar.De repente, todo aquel dolor que retorcía mi cuerpo se esfumó por las paredes de estación Once.

¡Levantate pibe! le decía un poli a un guachín de no más de 11 años. El pibito se encontraba desmayado, desorbitado… junto a otros dos que se acurrucaban en el piso helado.

La vidriera del caos me incitaba a asaltar aquella imagen ¿Pero qué podía hacer yo por aquellos que viajaban en una nave muy diferente a la mía? Sólo pude capturar esa foto mental y guardarla en la retina memoriosa y adelantarme hasta el andén número 1.

Once es maravilloso, más cuando lo nocturno recae en las almas desencantadas, aquellas que intentan transformar por 20 o 30 minutos el transcurrir diario.

El cartel electrónico indicaba las 22:10; me apresuré hacia el furgón.
Cuando uno entra al furgón se entremezclan las historias, las almas, los vicios, la desesperanza, la alegría camuflada…es la vida del vagón.

Miles de laburantes se mueven por las vías, también los lúmpenes, cirujas, pungas y los paquitos, entre otros personajes que moldean un collage clasista, un ghetto que aúna a disímiles, en este caso un pequeño habitáculo en el que se ingresa a fumar un pucho o quemarse una rama, mientras el negro de Morón te toca una bossa y los murgueros de Floresta hacen quebar las caderas de las niñas de barrio.

Dejando caer todo el peso malicioso que se concentraba tanto en la espalda como en lo hombros, me senté de piernas cruzadas frente a una de las puertas observando aquel frío y sucio piso que se encogía, a medida que el tren se alejaba.

Por Javier Tucci

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