Calle 63

Cuando te pica la mano. Una cosquilla adentro, algo que raspa, un nervio que se hincha con la humedad pareciera. 
Escribir para arrimarse a un otro: cualquiera que sea. 
Este hombre que recorrió el campo temprano y llega al rancho a tomarse un mate mientras suena la hondura del silencio. Esa mujer, que piensa en los viajes y en las letras, que nunca está quieta y de repente lee. Lee y su alma parece flotar en el dique de San Juan. Se convierte en un velero que sigue el curso del viento norte.
Este amigo que se alista, se acomoda para salir al trabajo, piensa en la fatiga de la rutina pero por suerte tiene el don de capturar la chispa de un instante: una frase que lo despabila como el agua helada de la canilla a la mañana. Sabe que los días son largos pero hay palabras como semillas que germinan adentro y eso, eso amigo, eso es lo más importante. 
Un señor, un señor de párpados pesados, sentado en la mecedora de su balcón parece un pájaro que medita en su propia jaula de cemento. Mira el infinito y ahora enarca las cejas parece que vuela pero en su vida paralela. "Vamos lobo", me dice cuando paso por su vereda y yo que vuelvo a aterrizar en el mondongo: ahí donde las paredes son de fútbol y los techos bajos y el olor del tuco casero te revuelve las tripas al mediodía mientras los porteros como Martin hablan a los gritos de San Lorenzo y el de enfrente nunca habló pero es un monumento con franela en la entrada del otro edificio de la cuadra. 
Al hombre de la voz blusera y radial, que le pone play a Zappa para teletransportar la calle a su psicodelia inaudita mientras a sus pies está rendido un león negro que es su perro.
A ella que pasa por ahí, que camina como una bailarina y se lleva el magnetismo de los ojos de los que estaban atentos. Ella, que es otro instante, la mejor excusa de la literatura espontánea mientras camina a la facultad o al bosque o a su casa se transforma en un retrato para siempre.

Matías Kraber 

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