El árbol de la sortija


El árbol está ahí. Existe. Contar su historia es casi un guiño a la mitología, pero es realidad volada. Más lisergica y de cerrar los ojos. El primer argumento es que éramos 4 tipos que riman, que hicimos de esas chispas naturales de la conexión espiritual. No sucede muy seguido, digamos que no sucede casi nunca pero dos por tres la vida nos pone ante esas certezas que son divinas. Rocío, Damián, Emiliano y yo. Cuatro caminantes hacia el cerro cuando el calor cordobés de capilla era una brasa en la espalda. Agua, mochila y provisiones de excursión: una banana, una manzana, cannabis, auriculares, un libro y un abrigo. ¿ Pa qué más? Si la mochila del viajero es el experimento de la síntesis. El campamento indispensable. Lo justo y lo necesario.  Andar liviano y práctico.
Empezamos a subir el cerro como la ese de una serpiente, el sendero era aridez de unas rocas que nos empezaban a observar como testigos petrificados. Narices de pájaros andinos, ojos y bocas. Al principio solo eran rocas, después todos empezamos a entrar en su misterio mineral y arqueológico. Tierra sagrada Capilla del Monte en el Valle de Punilla: epicentro de los Comechingones, pueblo originario que no quiso ser colonizado por los españoles, que prefirió el suicidio místico a la dominación. Un cambio de escala y dimensión que los escépticos no creen ni entienden, pero ahí, en una siesta de excursión por el cerro un cóndor negro como el petróleo llego a traer su mensaje: silencio y contemplación en la cima, cuando llegó a posarse en el filo de una piedra a la altura máxima como un rey pájaro de aquel santuario rocoso. Llegó ahí, sin dudas, porque el movimiento fue exacto: se lo vio cruzar 20 metros, como dar un salto del pico de un cerro al nuestro y quedarse ahí sin graznar durante un bache temporal que fue belleza pura. No se cuanto fue el tiempo pero la suspensión de un abismo. Una nada decidora. Y pasmados nosotros primero reímos con nervios  y después aceptamos el milagro.
De pronto sentimos que debíamos seguir camino y dejarlo al cóndor solo, en ese altar suyo. Quisimos seguir ladeando el cerro y nos desorientamos. Fue una nube de lluvia pasajera. Una pequeña tormenta,  un poco de voltios y tensión mientras el cielo cordobés comenzaba a ponerse rosado de cuarzo por su tardecita inminente refractándose y una luna blanca como una moneda.
Emi tomó la posta y dijo que había que seguir el camino de las vacas, un zigzag por la montaña que estaba impreso entre piedras y arena resbaladiza. Pasamos por un arroyo y nos miramos en el espejo de agua para ver quienes éramos (como dice Vox Dei en Génesis): las caras más duendes, las pupilas grandes, la mirada lejana. Nos mojamos y seguimos camino hasta dar con un pedacito de valle en el medio de la sequía donde un árbol estaba victorioso recibiendo los rayos ultravioletas del sol. Un árbol con ramas que se enredan y desenredan como medusas de madera, un árbol de montaña que sabe mirar como el cóndor desde arriba, un árbol mágico arrancado de una película de Tim Burton y puesto ahí para que la magia se pueda abrazar al menos por un instante.
Ahí recobramos el aliento, corrimos hasta sus pies alfombrados y nos quedamos en su sombra otro rato que también fue la vida misma detenida. No nos podíamos ir, algo nos retenía y tampoco queríamos partir, pero cuando el sol empezaba a esconderse decidimos bajar de ese valle para volver al pueblo. En eso estábamos, -con el cuerpo que desciende por inercia- cuando Dami encontró una herradura y la levantó como un trofeo al sol y brillaba, era un pedacito de metal que brillaba con las luces del sol y con la sombra del árbol. Hubo risas, más sorpresa y una certeza mística asomó su pico de cóndor: `toda historia, destinada a ser historia, tiene su sortija´. Sólo se trata de encontrarla.

MK

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