La soledad de una noche lluviosa

Crónica de la noche platense

La noche era fría y solitaria. Una suave viento movía las persianas de los locales cerrados del centro platense. Sólo los faroles de la vía pública y de unos pocos bares que estaban abiertos iluminaban las veredas, donde los vendedores ambulantes empezaban a levantar su mercadería que estaba exhibida en el piso.
- Esto está muerto, che… No anda nadie… - y moviendo la cabeza hacia ambos lados comenzó a doblar el paño en el que había desplegado sus artesanías.
La calle, que de día se llenaba de gente que pasea, compra o, simplemente, pasa, era ahora un paseo de persianas de hierro hasta el piso, candados en las puertas y oscuridad. Sólo una vidriera conservaba las luces encendidas: la juguetería que anunciaba con carteles de colores la proximidad del Día del Niño.
Sólo una esquina daba señales de actividad a esa hora. Muchos jóvenes y familias había elegido McDonald’s para salir a cenar. Afuera, sobre la ventanilla donde se despachaban helados, cuatro personas hacían la cola, pese al frío, para comprar uno.
Era una noche silenciosa. El único ruido predominante era el de los autos que pasaban a gran velocidad por la calle.
A media cuadra, un kiosco “24 horas” y un café estaban abiertos. En una mesa del bar, dos vasos de cerveza estaban servidos, pero no había nadie sentado para tomarlos. Unos minutos más tarde, entraron dos hombres que habían estado hablando afuera y se sentaron a la mesa. Uno era alto y de pelo largo, rubio. Vestía campera de cuero y botas texanas. Al entrar, se sacó los lentes de sol y los acomodó en la cabeza para que le sostengan el pelo. El otro, llevaba jeans y, al sentarse, apoyó un pie en la silla que quedaba vacía.
Era un bar cálido, de luces ténues y mobiliario oscuro, que contrastaba con el amarillo claro de las paredes. Unos carteles de neón colgaban de la parte superior de la barra promocionando bebidas. En términos de Hemingway, “ un lugar limpio y bien iluminado”. Había doce mesa en el bar, y sólo cinco estaban ocupadas.
Otro punto de encuentro en esa noche fue el cine. A la clásica función de las 23 hubo una gran concurrencia que, al llegar, buscó entrar de inmediato al hall para resguardarse del frío. Afuera, sin embargo, un hombre trabajaba sin importar qué.
- ¿No tiene frío, don? – El hombre estacionó el auto con su ayuda y le pagó por adelantado para que se lo cuide.
- Sí, pero es mi trabajo – levantó los hombros y, con un rápido movimiento de la mano, colgó la franela naranja de su hombro.
En el bar, los hombres seguían charlando. Detrás de la barra, los mozos se habían sentado en unas banquetas y miraban por la televisión la repetición de los goles de la primera fecha del campeonato Apertura.
Sólo tres eran las mesas que quedaban, ahora, ocupadas: los motoqueros, una pareja que terminaba de cenar, y dos amigos que conversaban, cerveza de por medio.
Afuera, un mozo se dispuso a cerrar las sombrillas de unas mesas en las que nadie se había sentado y empezó a guardarlas.
El movimiento en la calle empezó a reducirse. La función de cine terminó. El hall se llenó de repente con los que salían de la sala y esperaban un taxi. Cuando se fueron, sólo seis personas esperaban la función de trasnoche.
McDonald’s, pasada la medianoche, cerró sus puertas al público y los empleados empezaron a limpiar el lugar cuando todavía había gente sentada a la mesa.
En el bar, los motoqueros seguían charlando. Se habían quedado solos con los mozos, que los miraban fijamente y hablaban por lo bajo.
Cuando terminaron la cerveza, uno de ellos se levantó, se dirigió a la barra y pagó la cuenta. El pelilargo se puso los lentes, se prendió el cierre de la campera y salió haciendo ruido con los tacos. Los mozos, en ese instante, apagaron las luces y cerraron la puerta con lleve para que nadie más entre mientras ponían orden en el lugar.
El motoquero, le sacó el candado a su moto, se puso el casco y, ante el asombro y las risas de los mozos, se alejó en un scooter.
por María Elina Silvestri

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