De la guerra y otros milagros


Al "flaco", con admiración y respeto

La noche estaba plateada como el aluminio, y ellos estaban sentados en la orilla de la laguna con los pies tendidos sobre el barranco que se extendía por la costa. Cuatrocientos kilómetros en auto para disfrutar de un fin de semana de ocio, de pesca y asado, y esas charlas que sólo pueden darse en un clima que suelta la lengua visceral.
Todo estaba calmo y distendido: se intercambiaban anécdotas de juventud y esos cuentos graciosos de otros pueblerinos, que siempre son moneda corriente en alguna reunión de amigos. Sin embargo cuando comenzaron los refucilos, los cuatro depositaron la mirada en él: en el “flaco”, que comenzaba a temblar de pánico ante los primeros estruendos.
Digamos que él vive la vida con total armonía; trabaja en el servicio penitenciario, pasa por el club las medias tardes a jugarse alguna partida de mus y realiza un excursión ociosa por los negocios de sus amigos. No es tan habitual adivinarles gestos de nostalgia y tristeza en sus estados de ánimo; por lo menos se lo nota vivaz y enérgico, en los cruces espontáneos y afortunados por las calles del pueblo.
Pero sin embargo cuando la tormenta se dibuja en el cielo como una colina gigante de nubes grises, y los relámpagos comienzan a anticipar una secuencia de explosiones graves: Malvinas vuelve a congelarle la piel, vuelven los días de hambre y de frío, donde el viento feroz se conjugaba con los bombardeos frenéticos del acontecimiento bélico.
Y eso fue la bomba que irrumpió con la paz de la noche. El viento empezó a soplar con mayor intensidad con un zumbido grave proveniente del sur, y los truenos empezaron a crujir con un sonido tétrico que lo dejaron atónito en la banqueta, con la expresión temerosa en el piso y la mirada fija en un punto distante y remoto. Nadie hablaba, y él parecía congelado en la crudeza de la noche, sufriendo una parálisis que los transportaba a esas escenas que pretendía mitigar de la memoria pero que volvían para apoderarse de él como un cáncer maligno que se desparrama por todo el cuerpo.
Sus amigos estaban boquiabiertos, quizá organizando alguna frase coherente y aliviante para salvar al “flaco” de ese autismo eterno; pero quietos e inmóviles de incapacidad y asombro: porque jamás se les había ocurrido imaginar cuánta presión provocaría una guerra, porque jamás se despertó el interés social por un episodio nefasto donde los protagonistas fueron pibes de barrio destinados a morir por un sistema político en estado vegetativo.
El “flaco” apenas hablaba del tema, cuando las circunstancias lo sobre exigían. Pero los muchachos de la barra habían firmado un acuerdo tácito de cerrar el tema con candado por tiempo indefinido: hasta cuando él se propusiera romper con ese tabú de acero. Es que nunca toleró los agasajos rimbombantes y aparatosos: esos trofeos o medallas grises que se entregan desde el municipio para hacer campaña o para ilustrar un compromiso patriótico en pos de un aplauso popular. Él, pretende pasar desapercibido, ser uno más del pueblo que no tiene memoria para hablar de Malvinas; cosa de no embarcarse en explicaciones que puedan volver a abrir la yaga. Cosa de no escuchar compasiones artificiales y automáticas en forma robótica de cassette.
De pronto, el “flaco” despertó de golpe de un sacudón de esa extraña hipnosis. Se paró, miró a los ojos impávidos que lo apuntaban y señaló que no aguantaba ni un minuto más en el lugar: “tengo que ir a mi casa a dormir… para dormir en paz” dijo entre dientes con la mirada desgarrada de miedo, como un nene que no puede conciliar el sueño y tiene que dormir con sus padres. Nadie respondió nada, todos atinaron a levantar campamento y guardar las pertenencias en el baúl del auto, mientras el “flaco” se desparramaba en el asiento trasero del vehículo con las manos en los oídos para silenciar esa música tétrica de guerra.
Nadie comprendía con exactitud las reacciones raras del “flaco”; y tampoco nadie se animaba a preguntarle nada. Se viajó sin parar, hablando en voz baja de a ratos, para no precipitarlo, para no estorbar ese silencio que él mismo procuraba tapándose los oídos, con la impotencia de impedir la filtración de un dolor irremediable.
En el viaje sufrió la guerra; sufrió los cascotazos de nieves azotándole la espalda en el ruido seco que producían la lluvia en el parabrisa, padeció el frío bajo cero del sur en la ventanilla trasera que le enfriaba la oreja dejándola inerte y sorda de la realidad, y soportó los truenos y rayos que golpeaban la noche en forma de bombas que caían próximas a su trinchera. Por horas sólo pensó en eso: no pudo focalizar en otras imágenes, sólo transcurrían escenas tortuosas que se reproducían de la misma forma que en aquel Abril del 82.
El pensamiento fue por horas una herramienta masoquista de dominación que lo dejó anclado en las islas, manejándole la sensibilidad como si la mente no iniciara movimientos y sensaciones corporales.
Lloró sin darse cuenta cuando volvió a ver de forma tan fidedigna esas caras que nunca se olvidaría, esos heroicos “soldaditos de plomo” que murieron por la patria, y sobre todo aquél…ese amigo del alma que descubrió en la guerra y que la guerra misma lo suprimió de la vida como un mero acto de magia.
Hizo fuerza, y apretó los ojos con violencia como instando a tergiversar la historia, atinando transformarla, pero se despertó sudoroso en la puerta de su casa con su mujer en la puerta esbozándole una sonrisa de bienvenida.
Se levantó con ese pesimismo de la frustración del sueño, con ese dolor en el pecho de un balazo que le devolvía esa verdad destinada a ser verdad para siempre: “nos volvemos a casa, hemos perdido la guerra”, balbuceó suave esa frase que había empuñado en puño y letra para mandar a su madre, días después del 14 de Junio de 1982 cuando el General Mario Benjamín Menéndez informó al ejército británico la rendición de las tropas Argentinas luego del aniquilamiento de las últimas filas de infantería.
Bajó del auto aturdido y saludó con un gesto a sus amigos que emprendían viaje con bocinazos de despedida. Entró a los apurones y cerró todas las persianas para amortiguar el ruido. Se sentó en la cama y luego de unos segundos de inmovilidad observando el techo, se puso la remera de su amigo que extrajo de su armario sagrado y se sumergió en la cama de su hija, de Malvina Soledad: la única que le podía devolver la paz que necesitaba cuando volvía la guerra, la única que podía torcer la Historia. Al tiempo se durmió y ya el balazo no le volvió a oprimir el pecho.
Por Matías Kraber

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