Un viaje al mundo de los autistas


La mañana de viernes en la estación de trenes de La Plata está lluviosa y fría. Poca gente circula por el salón amplio donde están las ventanillas de la boletería. Una señora con un delantal azul a cuadros limpia los baños de damas y conversa con una niña. Los puesteros de diarios y revistas toman mates en el quiosco de la entrada que da a la calle 1, y un viejo encorvado pide monedas al costado de la boletería.
Los lugares de comida están vacíos. Una señora de tez oscura y cara redonda, que lleva un gorro de cocinero, pone unos chorizos en la plancha a fuego lento. Varios están sentados en los bancos de la sala antecesora a los andenes, y un señor calvo, de anteojos con marco grueso, lee un libro y fuma; mientras una joven sentada al lado, tararea una canción que escucha por los auriculares de su discman.
El empleado de la estación que agujerea los boletos, está apoyado en el vallado que da ingreso a los andenes. Lleva una campera azul con las insignias de la empresa Metropolitano, fuma y bosteza constantemente.
El reloj marca las 8 y quince de la mañana del viernes, y todos los pasajeros abandonan sus actividades de espera para emprender una caminata veloz hacia los vagones.
El tren tiene el motor encendido, y ese ruido grave predomina y exige alzar la voz para comunicarse. El piso de goma de los vagones está repleto de charcos, y corre una brisa fría que entra por las ventanillas bloqueadas de varios asientos.
Pocos dialogan, la mayoría se entretiene con sus auriculares y otros con los periódicos. Un hombre retacón de pelo blanco, con una pechera verde fluor, pasea por los vagones gritando con una voz áspera: “A solo un peso el diario Hoy”. Otros jóvenes introducen sus bicicletas en el último vagón, y dejan sus mochilas de campamento apoyadas contra el rincón.

Hasta plaza constitución

El pitazo de un empleado con gorra que está parado a unos metros del maquinista, y el inmediato bocinazo ponen en movimiento a los vagones rumbo a constitución.
Una señora gorda, de ojos grandes, lleva a su bebe de nueve meses en brazos y lo cubre con su pulóver de las gotas que se meten por la ventanilla. Tiene que ir al hospital Garraham para atenderlo por una rubéola aguda.
- Voy a ver si me atienden. Pobrecito mi hijo, no le para la fiebre ni un minuto.- La señora mira fijo a un hombre de bigotes que está sentado al lado.
- Es un quilombo Buenos Aires. Pero lamentablemente está todo ahí.- El hombre la mira de reojo, y vuelve la cabeza en dirección hacia la ventanilla- mire lo que llueve, y yo tengo que repartir folletos hasta las 5 de la tarde.

Cuando se traspasa la zona urbana de La Plata, comienzan los terrenos baldíos repletos de arbustos, con algunos árboles poblados de hojas. Nadie sube en la estación de Tolosa; es una casa antigua de ladrillos, donde solamente hay dos policías que se refugian debajo del techo y toman mates sentados en una banqueta.
Hasta la estación de Berazategui el tren no frena. Y hasta allí, predomina un paisaje verde despoblado, con algunas pocas casas precarias al borde del camino en calles de tierra. Pasando City Bell hay un terreno repleto de residuos, donde un hombre barbudo en cuclillas, con un Jean roto y campera rompevientos, prende fuego y genera un olor denso a plástico quemado que llega hasta las narices de los pasajeros del tren.
En la estación de Berazategui hay varios sujetos esperando su viaje debajo del techo. Hay un hombre con un piloto amarillo que le llega hasta las pantorrillas con sus dos hijos aferrados de su cintura, acurrucándose del frío, y algunas señoras refugiándose con paraguas. Llueve con mayor velocidad; la gente se amontona en la barra de un puesto de comidas rápidas que está repleto de carteles con ofertas. Dos jóvenes de gorra y rompevientos, comen medialunas y toman de un trago el resto de cerveza que les quedaban en el vaso, apurados por subirse al tren. Tienen que vender “tres alfajores por un peso”.

“Señores pasajeros, soy un ex combatiente de Malvinas”
La estación de Quilmes está repleta de gente. Desde las ventanillas del tren se ve una ciudad transitada, con calles pobladas de comercios y comerciantes.
En apenas cinco minutos el tren se vacía y se llena de pasajeros y vendedores ambulantes. Un tipo morocho, de pelo largo y canoso, vestido de militar se para en la mitad del vagón y mira fijamente al techo.
- Señores pasajeros, soy un ex combatiente de Malvinas. Acá tienen mi carné para corroborar lo que les digo. Les voy a robar unos minutos, para pedirles una colaboración sin compromiso. Estoy desempleado, y no me queda otro camino que el de pedir. Hemos sido tristemente olvidados por las autoridades de este país- Se acerca a la primera fila de asientos, y deja encima de las rodillas de los pasajeros estampitas con el dibujo de la isla.
- Discúlpeme señor, pero ¿en qué parte del ejército estuvo, usted?- un muchacho detiene su lectura de un libro, y lo mira al ex combatiente que dejaba estampitas haciendo zigzag con los asientos.
- Yo estuve en la parte aeronáutica.- Le responde con sequedad y continúa su caminata.

Varios sujetos le dieron algunas monedas, y otros ignoraron que el ex combatiente estaba allí. El hombre vestido de militar, retira la plata y prosigue hacia los otros vagones, donde, nuevamente va a hacer temblar su voz en el silencio de la mañana lluviosa del viernes.
Bernal y Avellaneda son las próximas paradas donde se renueva el stock de pasajeros. Varios miran como ritual sagrado, a las canchas de independiente y Racing que se ven nítidamente desde las ventanillas del sector derecho del tren. Un par de minutos después de pasar los estadios, el tren reduce la marcha y entra a la estación techada de constitución.

Plaza constitución: última parada

El tren apaga el motor, y una fila enorme de sujetos se amontona en las puertas de chapa de los vagones para salir al piso de cemento del lugar donde salen y entran los trenes permanentemente.
El techo de constitución tiene unos grandes agujeros por donde cae agua incesantemente. Los puesteros de comidas o de juguetes, que están instalados a los costados de los andenes, refugian su mercadería con paraguas. Pocos pasajeros se detienen en los puestos; la gran mayoría marcha velozmente, esquivando charcos, hasta la zona de los molinetes donde tres guardias de la empresa recogen los boletos.
Al atravesar la zona de los andenes, se entra en una Constitución renovada, donde ya no se filtra el agua por el techo y hay unas maquinas electrónicas para retirar boletos. Por aquella gigantesca sala, repleto de comercios, un centenar de personas deambulan con prisa y en silencio hacia las salidas, la zona de subtes y las boleterías.
Unos albañiles están en las alturas parados en un andamio, taladrando la pared. Generan un ruido permanente, que se sobrepone al bullicio y a los bocinazos de los trenes que parten.
Una escalera mecánica conduce a la zona de subtes. Son muchos los que descienden por los escalones cromados, caminan un largo pasillo, y de allí llegan hasta al vaivén de los trenes subterráneos.
La barra de un café se extiende por el lado derecho de las vías, y desde allí proviene un olor a medialunas recién horneadas. Sentando en la barra, un hombre pelado, de bigotes y sobretodo azul, lee un diario y toma un capuchino. Mientras otros muchachos están sentados en las banquetas de al lado, comiendo un tostado y charlando con los mozos sobre fútbol.
-¿Vas a la cancha este domingo, Jorge?- uno de los mozos se dirige al muchacho con la remera de boca que está sentado en la banqueta comiéndose un tostado.
- Papá, hay que ir todos los domingos a la cancha. Es como ir a misa…bue, yo no voy, pero me refiero a que tiene que ser una obligación.- Jorge toma un trago de cerveza y mira fijo al mozo que sirve café en un pocillo chico.
-¿Pero no era que andabas renegado con Lavolpe?
-Bueno sí, estoy bastante caliente con Lavolpe, pero soy hincha de boca hasta la muerte, y voy a ir a la cancha hasta que me muera.- Jorge, termina el vaso, y le pega un puñetazo a la barra.

En los pasillos del subte no hay un metro cuadrado libre. Una marea de gente camina apurada, chocándose, rumbo a la parte de constitución o hacia las vías.
Un grupo de extranjeros están parados detrás de los molinetes donde se inserta la tarjeta de cartón que funciona de boleto. Son unos diez sujetos rubios, de piel blanca y altos. Inspeccionan todo el lugar, y conversan en alemán silenciosamente. A pocos metros una anciana está exhausta apoyada contra la pared, al lado de un puesto de revistas. Espera que el embotellamiento de gente disminuya así puede tomarse el subte.

En la salida de constitución que da a la autopista, hay un grupo de gente esperando a taxis y colectivos. Todos están abrigados y miran el transito de las calles en plena lluvia. Una señora petisa y de tez oscura está debajo de un toldo de una carnicería vendiendo chípas y postres típicos del Paraguay. Es oriunda de Misiones y descendiente de paraguayos, y vive en Buenos Aires desde hace diez años. “Yo sobrevivo gracias a la cocina, tengo cinco varoncitos para alimentar”, dice la mujer mientras se sienta en una silla de plástico donde cumple once horas laborales diarias para equilibrar la economía de su casa.

“¿Otra vez para la plata?”
Un nene de doce años está apoyado en uno de los puestos de comidas rápidas, mirando con cara de cansado a su patrón que le relata las indicaciones de siempre.
El chico se llama Gastón, y vive en un barrio humilde de plátanos. Trabaja de vendedor ambulante del puesto de comidas rápidas de constitución desde hace dos años. El mismo se ofertó a trabajar cuando se rateaba de la escuela y realizaba las expediciones aventureras en tren por todo el conurbano bonaerense.
- Escúchame Gastón. Tenés que volver a La Plata…pero está vez te voy a dar la conservadora con latas de gaseosa.- Pedro pone una hamburguesa en la plancha, y lo mira al pibe que estaba apoyado en el mostrador.
- ¿Otra vez para La Plata?... ya he ido dos veces.- Gastón mira a Pedro con los ojos ojerosos, y tocándose la panza que le duele del hambre que tiene.
- Sí…otra vez a La Plata. Es el viaje que más vende. Así que hace lo que te digo; llena la conservadora de latas y arranca que el tren está por salir.- Pedro le alcanza la conservadora, y sigue cocinando hamburguesas, mientras observa a los pasajeros que huyen de la lluvia.

El pibe pone metódicamente las latas, se calza la caja de telgopor en los hombros y sale caminando despacio hacia el andén ocho por donde parte el tren que va a La Plata. Son la una del mediodía y se siente cansado y con hambre. El laburo de vendedor ambulante le consume enormemente el día; arranca a las 7 de la mañana y termina a las 7 de la tarde. No obstante, Gastón realiza religiosamente el trabajo por 30 pesos el medio día; el sólo quiere la plata para mantener sus vicios sin que los padres le den un céntimo, y asegura que las condiciones de la calle son duras para darse el lujo de abandonar empleos.
El pibe entra en el último vagón y comienza a relatar los productos que vende a la módica suma de un peso. Sigue lloviendo, y el piso del tren está repleto de charcos de agua. Gastón pasea por los pasillos sin descansar, hasta que el tren se detiene en Plátanos. Allí se sienta en un banco azul de chapa, y mira por la ventanilla a un grupo de pibes de su edad que se divierten jugando un picado de fútbol bajo el agua. Tiene ganas de estar pateando con ellos; saca un cigarrillo y piensa que faltan seis horas para las siete. El tren arranca, apaga el cigarrillo con el pie, se calza la conservadora en los hombros y arranca a desfilar por los vagones al grito de “sprite, coca, coca…a sólo un pesito las gaseosas”.
Por Matías Kraber

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