Los que viajan a contramano


Los que viajan a contramano


Se calza las barandas de hierro en los hombros, y camina como escalando una colina. Es de noche y los negocios tienen las persianas cerradas; Aníbal mira con desilusión los canastos de basura porque no hay ni un pedazo de cartón que pueda montar en su batán de chapa.
Aníbal tiene 35 años y es entrerriano. Es morocho, de pelo grueso y barba en forma de candado. Viste una gorra grisácea por la tierra, una chomba celeste con manchas de lavandina por doquier y un pantalón de buzo con las tiras de Adidas.
Vino a La Plata cuando lo echaron de una empresa constructora de caminos y rutas; le dibujaron una ciudad tranquila y con trabajo, pero asegura que jamás pudo equilibrar su economía desde el año 1992 cuando se instaló en la ciudad de las diagonales. Trabajó de albañil y de vendedor ambulante en las afueras de las canchas de fútbol; " pero nunca me tomaron en algún laburo decente, y eso que me recorrí todo…no hay caso che, nunca pude darle con la tecla", dice Anibal con los ojos vidriosos mordiéndose el labio inferior con impotencia.
"Laburo de esto por necesidad", expresa y respira hondo para recuperar el aire. Sale día por medio a recorrer el centro platense en busca de una cantidad de cartón que alcance los cuarenta pesos con los que planta bandera: "ese es lo que me pagan generalmente en los depósitos", cuenta el trabajador de la calle, mientras se seca el sudor de la frente con un pañuelo mugriento.
Anibal vive en un barrio humilde de las orillas de Berisso. Es casado y tiene seis hijos chicos que concurren a la Escuela normalmente. Asegura que aunque se mate trabajando, no mandaría a ninguno de ellos a pelearla en la calle; quiere lo mejor para sus chicos y por eso todos los días sale a cualquier hora del día a apilar cartones. "Hay días que duermo tres horas, pero así está la calle…está es la realidad que vivimos", asegura el hombre y se prende un cigarrillo con las manos callosas.
La noche platense está vacía; deambulan algunos taxis, los vendedores ambulantes levantan campamento y un par de sujetos se instalan en los bares y cafés de calle 8. Él cree que "la noche está en pañales"; lo poco que tiene en el carro sólo suma 20 pesos. No quiere parar hasta que llegue a los cuarenta, aunque llegue un momento que los gemelos y los abductores se conviertan en una piedra, y tenga que parar a descansar en las esquinas a juntar un poco de aire.
Aníbal es hincha fanático de River y trasladó ese amor pasional por "los millonarios" de Nuñez, a sus seis críos. Cuenta que según lo que recaude esta noche puede determinar si lleva al Estadio Único platense a todos sus hijos a mirar el club de sus amores contra Estudiantes el próximo sábado. "Esta noche me voy a matar, nunca pude llevarlos a los pibes a la cancha a mirar a River, y no sabes los fanáticos que son…quiero poder darles un gusto", expresa Anibal y parpadea para no lagrimear pero le resulta imposible; nunca pudo darles más que el pan.

“Hay que pelearla hasta el final”

La calle doce está despoblada. Los negocios tienen las persianas bajas, y sólo algunos taxis deambulan por la zona. Pedro lleva seis horas arriba de su bicicleta color oxido, y le queda el resto de la noche.
Pedro es morocho, de piel oscura arrugada y flaco descarnado. Viste una remera azul, un jean agujereado y alpargatas negras. Vive en Tolosa, y se viene pedaleando todos los días para el centro de La Plata. Tiene un batán chico con ruedas finas para que sea más liviano, y arriba hay una torre de cartones, botellas de vidrio y papeles de diario. “Todo va a parar al depósito, es poca plata para el laburo que es, pero hay que pelearla hasta el final”, expresa el hombre y se acomoda un mechón de pelo indócil color gris que le cae en los ojos.
Son las once de la noche, y Pedro recorrerá la zona comercial de La Plata hasta juntar unos buenos mangos para tomarse un vino, acostarse con una puta e irse a dormir hasta la próxima jornada laboral, que comienza a media tarde.
Pedro tiene dos hijos que viven con su ex mujer. Trabaja por ellos, para que puedan tener lo básico, y él sobrevive como puede, viviendo en un monoblock con lo mínimo e indispensable para la subsistencia.
- Nene, déjame está calle a mí… y ándate para otro lado vos.- Pedro frena la bicicleta en la esquina de 12 y 60, y mira fijo a un pibe que depositaba cartón en un carrito.
- Mirá que me vas a correr, ¿por qué no te volás de acá, gato?- El pibe, lo mira de reojo en cuclillas mientras ataba unos cuantos pedazos de cartón.
- Vos no sabes con quién te estás metiendo, pendejo…vos no sabes con quien te estás metiendo.- Pedro se muerde la lengua con rabia y amaga a bajarse de la bicicleta, pero sigue curso cuando avista las luces del patrullero que se asomaban.

Pedro recorre lentamente doce hasta la plaza moreno, y sólo encuentra dos cajas de cartón pequeñas. Se baja de la bicicleta con cara inexpresiva, aplasta el cartón con brusquedad, los coloca en el carro y parte hacia el puesto de comidas de la plaza llamado “el morenito”, a comerse un sándwich de milanesa con una cerveza porque las tripas le crujen e indican hambre.

Los pibes de la calle

Son dos hermanos que pelean juntos contra las durezas de la noche y la calle. Tienen padres alcohólicos, y tres hermanos chicos que no pueden salir a trabajar y necesitan comer.
Se llaman: Julio y Matías y son los mayores de los hermanos; tienen trece y quince años, y laburan desde los nueve.” Mi viejo es pintor, pero desde que se murió un hermanito nuestro se dedicó a chupar, y eso hace todo el día…bah mi vieja también está igual”, Matías mira las veredas de la diagonal 73 y habla con insensibilidad, como si tuviese el discurso armado para reproducirlo cuando las circunstancias lo exijan.
Ellos viven cerca del cementerio; y salen cerca de las 5 de la tarde hasta la una de la madrugada. Creen que ese es el mejor horario, porque los negocios no tiran nada a la basura hasta que cierran.
“Nosotros tratamos de hacer treinta pesos por día, loco… sino salimos a afanar carros”, afirma Julio y saca un cigarrillo aplastado del bolsillo de su camisa gastada. Ellos dicen que roban por necesidad, cuando no llegan a la plata que les pide su padre, salen desesperados a quitarle batanes a sus colegas para evitar la paliza cuando lleguen a su casa. “Siempre nos pega si no le conseguimos lo que nos pide”, expresa Matías y se rasca la cabeza mientras mira el piso como avergonzado por las lágrimas.
Los pibes llegan a la plaza Rocha, y se sientan en un banco oculto entre las plantas y sacan unos pomos de “Poxiram” para aspirar, “así no nos da hambre, y podemos seguir trabajando un rato”, asegura Julio mientras destapa el tubo amarillo y se lo acerca a un orificio de la nariz. Después de un par de saques profundos, los pibes salen con paso tambaleante, con el carro en los hombros a recoger cartones por lo que resta de la diagonal 73. Les falta veinte pesos para arribar al monto que exigió su padre; veinte pesos para evitar otra paliza.

“Ya nos vamos a dormir”

Algunos hombres de traje y jóvenes bien vestidos salen del cine de calle ocho entre cincuenta y uno y cincuenta y tres, mientras Oscar y Alberto caminan con su carro de cachivaches, con los párpados hinchados y los ojos desorbitados.
Van rumbo a Berisso, con un batán en los hombros que pesa cerca de cincuenta quilos con todo la mezcolanza de objetos encima. Tienen cerca de treinta años, y aún viven con su familia porque no quieren tener hijos sabiendo lo dura que está la calle. Son los únicos de los ocho integrantes de su casa, que laburan. Salen día por medio, y aseguran que hacen trescientos cincuenta pesos generalmente.
Oscar es alto, de cara huesuda y ojos achinados. Viste una gorra negra, camisa escocesa agujereada y un pantalón buzo; Alberto es más petiso que su hermano, morocho, de piel oscura y bigotes negros.
“Ya nos vamos a dormir” expresa Alberto mientras revisa una bolsa negra de residuos. Son cerca de las doce de la noche, y ya han juntado una cantidad considerable de cosas para irse a descansar. Ellos salen desde la mañana temprano, tienen recreo para comer algo y después laburan permanentemente sin tapujos.
El clima templado de la noche los incita a comprar una cerveza en un quiosco e ir tomándola en el viaje hasta Berisso. Sin embargo, Alberto rechaza la idea porque “se nos va a calentar el pico y nos vamos a ir a las siete de la mañana para casa”, dice y mira fijo a su hermano.
Llegan hasta uno y sesenta, y frenan en la vereda de un puesto de comidas rápidas, donde un hombre gordo está afirmado en el mostrador mirando la televisión.
- Eyy… Marcelo ¿cómo andas?- Oscar se arrima a la puerta del local y mira al hombre que tiene la vista clavada en la pantalla de colores.
- Oscarcito, no te había visto. Estaba mirando “TN deportivo”…viste que jugamos con varios suplentes contra Boca el miércoles.
- Pero sí…hay que echar pa´ atrás, mirá que vamos a dejarlos ganar a “los pinchas” putos al campeonato.- Oscar se sienta en la banqueta y llama a su hermano para que vaya a mirar televisión. Apoyan el codo en el mostrador, y quedan con cara de bobos mirando el programa deportivo.


Che ¿hay pique hoy?

Jorge arranca a la una de la madrugada todos los días religiosamente. Viene de Villa Elvira en una carreta con un pingo retacón, que tiene el lomo machucado de los latigazos que le pega cuando “hay un piojo bárbaro en la calle”.
Jorge es petiso, de cara redonda cubierta de una barba blanca que le llega hasta la nuez. Tiene seis hijos que también trabajan en la calle, “son grandes ya, tienen que ayudar porque sino no se puede, hermano…yo laburé desde los seis años”, expresa Jorge parado en el carro mientras le suelta las riendas a su alazán llamado “pepe”.
Cuando Jorge llega a ocho y cuarenta y siete, cruza a su colega Aníbal que acomoda con movimientos cansados su batán y sale caminando para la calle siete. Tiene la mirada clavada en el piso, los dientes apretados y la cara colorada por la fuerza que realiza para transportar la carga. Jorge, viene un par de metros detrás, pero su colega no advierte que se le acerca.
- ¡Aníbal!... ¿qué haces hermano?- Jorge se le arrima con su carreta, y grita como si lo tuviese a una cuadra de distancia.
- Hola, hermano…acá estoy, hecho tira…no doy más.- Aníbal se frena, y se seca el sudor de la frente con un pañuelo, mientras recupera un poco de aire- lo importante es que puedo llevar a mis hijos a la cancha el sábado, ya hice bastante plata.
- Uhh que bueno, hermano… se te dio nomás. Che, ¿hay pique hoy?... yo recién salgo, los mandé a los chicos para las diagonales.
- Y…algo hay, pero tenés que andar Jorge. Bue, vos andas en carreta, se te hace más fácil.

Aníbal, vuelve a calzarse las barandas de hierro en los hombres y sale caminando con dificultad. Se despide de su colega levantándole la mano desde lejos, y gritándole “mucha suerte”. Jorge queda sentado en su carreta mirándolo irse despacio, y pensando en voz baja “somos cartoneros, pero honrados…como corresponde”. Se queda inmóvil unos minutos, y luego le ordena a “pepe” que arranque, y sale a recorrer las calles céntricas. La noche recién empieza para él.
Por Matías Kraber

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